Otra gran satisfacción era, por supuesto, ver el crecimiento espiritual. En esto habían trabajado mucho el Padre Rafael Felipe y el Padre Fausto Mejía. Había formación espiritual y se tenía un grupo de sacerdotes que iban de fuera del Seminario para la ayuda o acompañamiento espiritual de los seminaristas. Aparte de estos, todos los Formadores teníamos seminaristas que se orientaban espiritualmente con nosotros. En esto sucede lo que le oí decir una vez a un sacerdote: el confesor puede aprender del penitente. Él lo decía porque si alguien confesaba un pecado, se daba el caso de que el confesor, si no había caído en cuenta de ese pecado, podía sentirse movido a confesarlo igualmente. Dicho sacerdote decía que a él le había sucedido.
Pero en el caso del acompañamiento espiritual la cosa es más clara todavía: a menudo los Formadores recibíamos estímulo para nuestro camino al mirar la obra que Dios iba realizando en los seminaristas; era grande la seriedad con que muchos tomaban su vida espiritual y el crecimiento que Dios les permitía experimentar.
También era frecuente que un simple consejo de uno de nosotros, llegara a marcar para siempre la vida de un seminarista: nosotros mismos no habíamos medido el alcance de lo que Dios podía suscitar en el interior de alguno, por unas simples palabras que nosotros le dirigíamos.
Para mí son inolvidables los paseos por los patios del Seminario conversando sobre la vida espiritual, tratando de ayudar a los seminaristas. Pienso que muchas bendiciones nos vinieron a causa de esa tarea que nos encomendó el Señor. Solo tengo en mi mente un caso en que, en uno de esos diálogos, no me sentí bien con las expresiones de un seminarista; viendo que no era posible sacarlo de su actitud insensata, lo dejé solo y regresé a mi habitación. Fue el único caso en todos mis años de Seminario.
Un tema importantísimo era la adhesión a Jesucristo, la experiencia de verdadero encuentro y permanencia con Él. Tratándose de la vocación sacerdotal, este punto era crucial.
Se presentaban a veces los casos de los seminaristas buenos, pero que se les notaba poco entusiasmo en las cosas de Dios. Hubo bastantes casos. A mí me encomendaron hablar con uno por este motivo. Recuerdo hasta debajo de qué árbol hablamos (y no era una higuera…). Le planteé el asunto y en una parte de su respuesta me dijo: “…uno cree en Dio y cosa”. ¡Válgame Dios! Este pedacito no se me ha olvidado jamás. Quizá esto se me parece un poco al que está en Misa, y cuando elevan la hostia consagrada mira hacia otra parte (y en esto he visto hasta eclesiásticos…). ¿No se sienten cómodos mirando la hostia consagrada?
Pero volvamos al joven: para decir que creía en Dios tuvo que añadirle una coletilla (y cosa, como si no se encontrara cómodo pronunciando solo el nombre de Dios); en ese tiempo era frecuente que se añadiera esa expresión, un poco tonta, que le daba un plus de vaguedad a lo que se decía.
“Es que la fe se expresa de distintas maneras; no en todas las regiones los jóvenes son expresivos a la hora de mostrar su vivencia de fe…”.
Todo eso se decía en el Equipo Formador del Seminario. El caso es que este joven mencionado llegó a ordenarse sacerdote, siendo reconocido en su medio. Y luego reventó, para dolor de la Iglesia. Tardíamente me enteré de que había dejado el ministerio. Pero, por supuesto, de inmediato me vino a la mente mi diálogo con él debajo de la mata.
Es lo que tanto hemos escuchado de los mayores: Jamás se podrá llegar lejos en esto si no está clara la centralidad de Cristo en nuestras vidas. Y hace muy bien en ser sincero y retirarse a tiempo quien se descubra carente de esta experiencia vital.
Por supuesto, hay de todo en la viña del Señor… Había gente que confundía gazmoñería o mojigatería con vida espiritual. ¡Cuánto engaño había a causa de esto!
El Seminario tuvo temporadas con abundancia de mojigatería. Había gente que creía que bastaba con doblar un poco la cabeza y mascullar alguna frase supuestamente piadosa.
Y entre los fieles de nuestra Iglesia había gente sencilla que confundía beatería con verdadera piedad (y pienso que todavía puede quedar un poco de eso). Algunos de estos seminaristas se colaron hasta el sacerdocio, para hacer derramar abundantes lágrimas a la Santa Madre Iglesia.
¡Cuántas horas empleadas en la tarea de ser Formador! Escuchando con paciencia cada caso, cada situación familiar; las inquietudes, las deficiencias… Llegábamos a sentirnos verdaderamente familia, y esa era una gran recompensa.
Siempre que podíamos visitábamos las familias de cada uno; pero incluso sin visitarlas conocíamos muchas situaciones a fuerza de tratar con los seminaristas. A veces teníamos que intervenir, para ayudar en algún caso particular.
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