El recordado padre Freddy Blanco Quezada

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De Cienfuegos venía­mos el padre Freddy y yo a las Siervas de María, cerca del Monumento, pues éra­mos capellanes de las mismas. Dios nos favoreció mucho con la cercanía de estas damas consagradas a Dios y a la Iglesia. (Ellas llevaban un cálculo según el cual yo debía ser obispo; creo que la cosa empezaba con Mons. Moya…).

El Obispo me encargó también la Escuela de Diá­conos, que llevaba con el padre Freddy Blanco. De este tiempo viene nuestra amistad con el Diác. Rafael Tejera y con otros de esta misma etapa.

Cuando yo fui trasladado de nuevo al Seminario Santo Tomás de Aquino, el padre Freddy Blanco quedó al frente de todo o de casi todo lo que yo llevaba. En el 1992 lo enviaron a estudiar a Roma (conservo va­rias cartas que me escribió desde allá). Regresó y, al poco tiempo, también fue enviado como Formador al Seminario Mayor. A mí me tocó recibirlo como semina­rista en el primer curso de filosofía, del que fui forma­dor por largos años. Lo mencionaba y lo ponía siempre como ejemplo de superación. Finalmente no estaba yo preparado para lo que también me sucedería en relación con él.

Me encontraba realizando la visita pastoral a la Parroquia de Villa Altagra­cia y el día 30 de junio del 2000, Solemnidad del Cora­zón de Jesús; cuando me disponía a salir hacia una comunidad, me dice el ­seminarista Nimio Hernán­dez (Julián), que le habían dicho que había muerto en un accidente un Misionero del Sagrado Corazón llamado Freddy. No conocía yo a ningún MSC con ese nombre, pero pronto sucede que uno no conoce a los más jóvenes. Encargué a Nimio que fuera a asegurarse de quién era, pues tenían el cadáver en el Hospital de Villa Altagracia. Yo tenía la esperanza de que no fuera el padre Freddy. Fue y volvió a decirme que era el padre Freddy Blanco. En seguida fuimos a donde lo tenían y ya estaban allá unas Herma­nas Mercedarias que entra­ron al enterarse del accidente de un sacerdote.

Ese hecho me golpeó duramente. Luego supe por una persona que una de las religiosas de las que fueron a asistir al sacerdote accidentado, que servía enton­ces en la Diócesis de Baní, había dicho que no sabía que yo era tan flojo. Le en­comendé a la misma perso­na que me lo dijo que, para que ella completara el cua­dro, le dijera que yo la salu­dé en el lugar donde tenían el cadáver, pero que ni si­quiera supe quién era ella.

El padre Luis José No­lasco, entonces Párroco de Villa Altagracia, buscó de su ropa y, una vez bañado el cadáver lo vistieron. Como me dijeron que otras perso­nas acompañaban al Padre Freddy en el momento del accidente y sólo lo habían traído a él, le pedí al padre Luis José que fuera al lugar del hecho, a ver si aparecían más cadáveres, pero no en­contraron a nadie más. Lue­go supimos que doña Paula y otras personas de Cambo­ya que subieron con él, se quedaron en Santo Domin­go. Yo contacté con el párroco de Tamboril, de donde era oriundo el Padre Freddy, y se coordinó para que el padre Simón Bolívar Pérez, que había ido desde el Seminario Santo Tomás de Aquino, acompañara el cadáver hasta Santiago.

Salí tarde para la comunidad que debía visitar ese día; les expliqué el motivo de la tardanza y hubo un la­mento generalizado. Ofre­cimos la Eucaristía por él. Al volver a la casa curial de Villa en donde me alojaba, me entregaron una funda plástica con lo que apareció en el carro accidentado (el mismo que yo usaba siendo formador del Seminario).

Aparté los documentos importantes para hacerlos llegar al Seminario. Boté lo que no era de valor, y tomé para mí los restos de un vie­jo rosario con cuentas de madera color marrón claro, que si no me equivoco fue de la madre del Padre Fred­dy. Con él confeccioné lue­go varios rosaritos de diez cuentas, para mi uso.

Al día siguiente a la muerte, sábado, tenía yo programada una reunión con todos los Catequistas de la Parroquia de Villa Alta­gracia. Le pedí al Padre Luis José que la presidiera y me fui para Santiago, al fu­neral que presidió Mons. Juan Antonio Flores, en la Catedral. Cuando llegué, antes de la celebración, vi mucha gente en la sacristía y preferí entrar por la puerta lateral sur de la Catedral. Casi fue un error, porque el templo estaba lleno de personas con las que habíamos trabajado el P. Freddy y yo. Al verme, se amontonaron alrededor mío, pues me asociaban con el P. Freddy. El mismo papá del Padre, cuando alguien le preguntaba cómo había sido la muer­te de su hijo, decía: “Pre­gúntenle al Padre Bretón”.

Al día siguiente, cuando iba de regreso a Baní, me detuve en el lugar del accidente. Era difícil entrar des­pierto por donde el Padre Freddy entró dormido. En­contré restos de mica de las luces y alguna parte plástica del carro y muchos guija­rros grises puntiagudos; tomé algunas de esas cosas y las tengo en mi casa.

 

No tengo duda de que la amistad que el padre Freddy siempre me demostró, ahora produce buenos frutos en favor del ministerio que Dios me ha encomendado.

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