Con ocasión de la celebración de la solemnidad de Todos los Santos la liturgia de la Palabra de este domingo nos regala como Evangelio el texto de las bienaventuranzas. Sin duda, una forma particular de cómo entendió Jesús la vida. Incluso se ha llegado a decir que son una autobiografía del propio Jesús, un fiel retrato suyo. Su vida es vida bienaventurada, singularmente vivida.
Se trata de “una vía con ocho carriles para llegar a la dicha de una vida plena… Es el óctuple camino que nos conduce hacia la vida” (A. Grun). Con razón se proponen como el texto cumbre de la fiesta que hoy celebramos. No hay un solo camino para acceder a la plenitud de la vida. Dios, respetuoso de la individualidad humana (que no es lo mismo que individualismo), señala distintos caminos para llegar a él. La misma diversidad en la forma como los santos han vivido los misterios de Cristo así lo indican: hay santos pastores, santos mártires, santas vírgenes, santos doctores… Los caminos son diversos, la meta es la misma. No hay un único modo de alcanzar la santidad. Lo que hay es la vida concreta de cada uno. “Me gusta ver la santidad en el pueblo de Dios paciente: a los padres que crían con tanto amor a sus hijos, en esos hombres y mujeres que trabajan para llevar el pan a su casa, en los enfermos, en las religiosas ancianas que siguen sonriendo… Esa es muchas veces la santidad de la puerta de al lado” (Papa Francisco, GE, 7).
Las bienaventuranzas son vías de acceso a la vida feliz. No se trata de una utopía política o social, sino de una invitación a una disposición interior ante las posibilidades que hay dentro de cada uno. Por eso hablan de actitudes y situaciones. En otras palabras, las bienaventuranzas tienen mucho que ver con la forma como asumimos la vida, siendo la central de todas la que invita a la limpieza de corazón: “dichosos los limpios de corazón porque ellos verán a Dios”. La meta de todo ser humano es llegar a ver a Dios y formar uno con él. Por eso esta bienaventuranza es la que mejor describe a todos los santos que hoy recordamos. Todo el que en su vida ha actuado con limpieza de corazón hoy está viendo a Dios. Como bien ha afirmado Gregorio de Niza: “Todas aquellas personas que han purificado su corazón de todo mal y de toda inclinación a las pasiones ven en su propia belleza la imagen de la esencia divina”.
Sin duda que todos aspiramos a la limpieza de corazón, aunque lamentablemente con frecuencia nos traicionamos a nosotros mismos. Al pronunciar esta sexta bienaventuranza Jesús nos está diciendo que es posible vivir con un corazón puro. El corazón puro se verifica en un hacer sin segundas intenciones, que no busca su propio provecho. El salmo 24, 3, por ejemplo, une la pureza de corazón con la limpieza de las manos (parte del cuerpo que simboliza nuestro hacer): “¿Quién subirá al monte del Señor?, ¿quién podrá estar en su recinto sacro? El de manos limpias y puro corazón, el que no suspira por ídolos ni jura con engaño”. No jura con engaño quien no tiene doblez de corazón.
También, el salmo 51 nos habla del corazón puro. El orante arrepentido por el pecado cometido pide a Dios que le conceda un corazón puro que le renueve la vida: “Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme”.
Y el autor del salmo 73 da testimonio de cómo experimenta la bondad de Dios quien es limpio de corazón: “¡Qué bueno es Dios para Israel, el Señor para los limpios de corazón!”.
Termino con un pensamiento del Papa Francisco: “No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser”. (GE, 32).
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