La oratoria y nuestros políticos

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Los que tenemos algunos años, independientemente de nuestras simpatías políticas, nos deleitá­bamos escuchando los discursos de Juan Bosch, Joaquín Balaguer y José Francisco Peña Gómez, cada uno con sus características. Ellos eran los únicos protagonistas del espectáculo, no se requerían artistas que les ayudaran como contraparte, ni luces, ni recursos por montón: el público iba de manera voluntaria a aplaudir a sus héroes.

Mis allegados saben que desde joven me apasiona la oratoria, un género literario que más o menos aprendí del padre Ramón Dubert, un sacerdote jesuita cuyas prédicas llegaban al corazón de la feligresía. Me encanta estar frente a un micrófono, tratando de cautivar al auditorio. Por ello converso con frecuencia sobre la oratoria de nuestros candidatos presidenciales en la actual campaña electoral.

La finalidad de la oratoria es convencer por medio de la elocuencia, que es la capacidad de persuadir. En el campo de la política, cada uno tiene su estilo de captar seguidores: ¿cual es que funciona en la actualidad? No cabe dudas de que los tiempos han cambiado en casi todas las actividades y gustos del ser humano y la oratoria no escapa a ello.

Hasta hace algunos años, impresionaban mucho los oradores barrocos, de ideas rebuscadas, de metáforas indescifrables, emuladores de Cicerón, que citaban de memoria páginas completas de libros clásicos que el pueblo escuchaba y aunque los aplau­día no los entendía. Por igual, eran normales los discursos largos, de horas interminables, repletos de datos, marcadamente ideológicos, abrazando derechas o izquierdas, solidarizándose con el Norte o con el Sur.

Ahora la oratoria efectiva es la que le llega a la gente de inmediato, sin complicaciones, siempre de forma clara y sencilla, la de lenguaje llano y coloquial, con una duración razonable, donde se diga todo lo necesario en el menor tiempo posible. Y a esto se agrega que el orador, para ser creíble, su tra­yectoria debe ser ejemplo de lo que afirma y ofrece. En ese sentido, una vez leí que no hay nada más espantoso que la elocuencia de una persona que no habla la verdad.

En un mundo donde la tecnología y la rapidez van de la mano, donde todo se transforma en un santia­mén, el político que por medio de la palabra aspira a convencer y a tener éxito debe adaptarse a esta rea­lidad, en lo cual me incluyo, también en mi condición de abogado y ente social.

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