A propósito de la Ascensión del Señor

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Cuando uno se acerca a los textos que la liturgia de la Palabra nos presenta para este domingo, día de la solemnidad de la Ascensión del Señor, podría preguntarse: ¿cómo debemos conjugar lo que dice la pri­mera lectura acerca de que Jesús fue llevado al cielo hasta que una nube lo ocultó a la vista de los discípulos, con lo que dice el propio Jesús, se­gún el evangelista Mateo, en el Evangelio de este domingo, cuando promete a esos mismos discípulos que estará con ellos todos los días hasta el final de los tiempos? Para responder a este asunto debemos en­tender muy bien lo que se nos quiere transmitir con el misterio de la Ascensión.

Lo primero que debemos tener en cuenta es que la Ascensión de Jesu­cristo al cielo no es un acontecimien­to distinto de la resurrección. Reali­dades como la resurrección, la Ascensión, la Asunción, “estar a la derecha del Padre”, significan exactamente lo mismo. Son distintas ma­neras para decir que alguien está en el ámbito de Dios. Son formas de decir que se ha dado un paso adelante. Si la resurrección, por ejem­plo, fuera volver a la vida de antes, sería dar un paso hacia atrás. Pero cuando de Dios se trata, nunca nos pone a caminar hacia atrás, sino ha­cia delante y hacia arriba.

Si nos fijamos, ni Pablo, primer escritor del Nuevo Testamento, ni Mateo ni Juan, mencionan la As­cen­sión. Se limitan a dar testimonio solo de la Resurrección. Tampoco el final original del Evangelio según san Marcos contiene alusión alguna a la Ascensión del Señor. Es, por lo tan­to, únicamente Lucas quien, en los dos volúmenes de su obra, el Evan­gelio según san Lucas y Hechos de los Apóstoles, da cuenta de este acontecimiento. Al final del primer escrito y al comienzo del segundo.

Es oportuno resaltar que en nuestra vida cotidiana cuando una perso­na pasa de una posición a otra mejor, hablamos de que ha sido ascendida. Hablamos de que tal militar fue ascendido, a aquel empleado le die­ron un ascenso. Notemos con esto dos cosas: en primer lugar, la perso­na no se asciende a sí misma; es otro el que lo as­ciende; segundo, el ascenso no implica necesariamente un desplazamiento físico. En el caso de Jesucristo, es el Pa­dre Dios quien lo asciende y, al decir que fue elevado al cielo no se refiere al cielo de los astrónomos, sino que alude a un “estar en Dios”. En lo que respecta a lo prime­ro, la primera lectura de este día nos dice: “fue elevado al cielo”. Y más adelante apare­ce esta otra afirmación: “ha sido tomado de entre ustedes y llevado al cielo”.

Luego, en el Evangelio afirma el propio Jesús: “se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra”. En todos estos casos se insiste en que es “Otro” el que ejerce la acción de “elevar al cielo” a Jesús o de darle poder.

Volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo conjugar el “ser llevado al cielo” con la promesa de “estar siempre con ustedes”? Jesús, cum­plida su misión en la tierra, regresa al Padre, para hacerse presente en­tre los suyos de la misma manera que lo está Dios Padre, en quien vivimos, nos movemos y existimos, como dirá Pablo. El irse de Jesús es un estar presente “de otra manera” entre nosotros. Al ser acogido en el mundo divino actúa con el mismo poder di­vino que el Padre. Su ida es una ganancia para la comunidad cristia­na.

En adelante no estará restringido por las categoría espacio-temporales que enmarcan la vida humana, sino que estará en todo tiempo y en todo lugar junto a no­sotros. Al entrar en el ámbito de Dios se pierde a la mirada humana (la nube que lo oculta de los suyos, según la primera lectura de este día), pero deja sentir su presencia con la fuerza de su actuación en ellos y a través de ellos. Está, pero no está. Como en una huella.

 

 

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