Al final del cuarto año de teología, como era costumbre, fui llamado a la Rectoría. El Padre José Somoza sj, era el Rector. Sintético como era (en las homilías siempre decía: tres cositas), me dijo algunas cosas de las que recuerdo sólo dos: “Eres un hombre, yo diría, religioso (y acentuó la pronunciación de esta palabra)”. Y también me dijo: “A donde vayas, serás bien recibido.” Y gracias a Dios, así ha sucedido. (Pienso que quizá ha sucedido, en parte, porque él me lo dijo).
Fui ordenado Diácono transitorio el 21 de enero del 1977, por Monseñor Roque Adames. Varios meses después, me tocó ir a la parroquia del Rosario, a Moca, a la Misa de nueve días del Padre Carlos Tomás Bobadilla (21 de julio de 1977), quien me había bautizado. Despistado al fin y, además, pinonuevo, me presenté a la iglesia sin alba. Ya Mons. Adames estaba en la sacristía, y al ver que yo llegué sin ningún ornamento, dijo con expresión dura: “Qué es eso de ir al conuco sin machete…” Me consiguieron alba y estola, y luego empezó la Misa. El libro del altar era un modelo viejo que yo desconocía. El querido Mons. Gilberto Jiménez, el párroco, iba ayudándome a ubicar cada parte de la Misa. Mons. Adames sentenció: “Que lo haga el diácono”. Yo intenté hacerlo, pero andaba perdido. “Estás verde”–me dijo Mons. Adames. Continuó rezongando por cada cosa que yo hacía, hasta que no me aguanté y, al reclamarme algo nuevamente, le dije: “¿Le parece que este es el momento más adecuado para decírmelo?” ¡Santo remedio! No volvió a decirme nada. Pero, además, qué iba yo a saber de rúbricas, si –aparte de mi posible ignorancia culpable en cuanto a liturgia– hasta la fecha, la frase que más recordamos de uno de nuestros ilustres profesores de dicha asignatura es, “todo eso es m…”. No es que todo lo tratara con la misma sustancia, pero así solía decir.
Cuando fui al despacho de Monseñor Adames para acordar la fecha de ordenación presbiteral, le mencioné este suceso de Moca. Él me pidió excusa: “Era uno de esos días que uno tiene…”. Varios años después me propuso traslado, y yo le decía que no estaba seguro de poder trabajar con la persona a donde me destinaba. Él me dijo: “Si me has soportado a mí, podrás soportar a esa persona”. Esto hizo que la figura de Mons. Adames se creciera ante mis ojos. ¡Cuánto echo de menos, hasta en gente admirable, esta capacidad de reconocer sin más el propio error!
No sé si fue en esta misma visita que, estando yo en su despacho, Mons. Adames hizo pasar al pintor Jacinto Domínguez, entonces casado con Angelita, prima mía por línea materna. Monseñor le reclamó, delante de mí, la terminación de las obras pictóricas que éste realizaba en la Catedral. Jacinto le mencionó incluso los años que Miguel Ángel tardó en la Capilla Sixtina (no sé si sería en broma); de todos modos, Monseñor no lucía propiamente complacido. Luego llegué a ver varias de estas obras pintadas en tela, en las paredes de la Catedral de Santiago. No olvido una (creo que la resurrección de Lázaro) en la que aparecía mi amigo Antonio Sánchez, entonces sacristán, llevando sus gafas, pero con una sola pata; creo que en esa misma pintura aparecía Rosita –la secretaria– y otros del personal de la Catedral. Me gustaba la Cena de Emaús, sobre la que aparece un aparejo. Oí después, que un famoso artista residente en el extranjero le había recomendado a Monseñor Adames enviar todas esas obras a alguna galería. No sé cuál fue su destino final.
Antes de la ordenación presbiteral, el Obispo me mandó a recorrer muchas parroquias de la Diócesis de Santiago (recuérdese que en ese tiempo incluía Mao-Montecristi y Puerto Plata). El Obispo le encargó al Padre Ramón Dubert señalarme las parroquias a visitar. Debe saberse que el Padre Dubert era más despistado que yo; me dijo que fuera un día a su casa de Los Jardines, por la tardecita. Llegué, toqué por todos lados, y no apareció. Tuve que ir a dormir a donde Mons. Moya, en la casa curial de la Catedral. Luego supe que se había ido a jugar dominó. Se le había olvidado. Nos encontramos otro día y fuimos acordando las parroquias para la visita; a veces yo mencionaba alguna y, exagerado como era, me decía: “Ahí no hay nada que ir a buscar”.
Fue grande la ayuda del Padre Dubert en este momento de mi vida. De hecho, de ahí en adelante nos cobraríamos un afecto recíproco. Cuando yo era ya sacerdote, nos encontramos muchas veces; una de ellas fue en el centro de formación de Villa Vásquez, en donde daba yo un retiro para los Presidentes de Asamblea; presidí la primera Eucaristía con ellos, que fue concelebrada por él. De ahí salió un pequeño artículo titulado Freddy Bretón, joven sacerdote, que publicó en el periódico Camino, y que luego recogió en su libro La vida sigue, y el Evangelio ahí. Tiempo después, me ofreció un libro que estaba leyendo en ese momento, que trataba de los druidas en los bosques de Inglaterra, en el tiempo en que llegaron los romanos; me hablaba de ello con verdadera fascinación, pero el libro no llegó, aunque se lo recordé.
Volviendo al recorrido de la Diócesis diré que fue una experiencia extraordinaria para mí. Aprendí muchas cosas importantes. Recuerdo ahora que, mientras acompañaba a un párroco que conducía su vehículo por los caminos de su parroquia, éste me comentó, refiriéndose a Monseñor Adames: “Con tal que se le comunique todo, él está contento”. Lo dijo con una risita pícara, mientras hablábamos de no sé qué proyecto. Ahora que soy obispo, recuerdo esa expresión y creo que no merecía la risita irónica: yo también estoy encantado de que se me comunique todo. Siempre digo a los sacerdotes que si soy el último responsable, debo saber las cosas; sobre todo porque si algo se complica, nadie va al sacerdote: reclaman directamente al obispo. Desde el principio he dicho que tengo derecho a conocer lo que puede recaer sobre mí.
A propósito de esto, cuando era Formador en el Seminario Santo Tomás de Aquino casi perdí la amistad de un sacerdote. Me contó que hizo determinados cambios en la Parroquia, y un grupo de fieles se fue directo donde el obispo, creándole problemas al sacerdote. Yo le pregunté si se lo había comunicado previamente al obispo, y me dijo que no. “Tú te lo ganaste”, le dije. “Sabiendo tú que esos cambios traen dificultades, debiste primero advertírselo al obispo. Así te hubieras ahorrado problemas.” Mi opinión no le gustó para nada.
En la parroquia Santo Tomás, de Jánico, me condujo en un jeep el ya anciano Padre Alfredo Lambert. Con él fui a Juncalito; era una carreterita muy estrecha, en la que a menudo había que tocar bocina antes de entrar, para que no se metiera otro vehículo, pues no cabían dos en algunos tramos de la misma. Nunca olvido la alegría de la gente al oírme predicar; “¡se entiende!”, decían. Y es que a los venerables padres canadienses (msc) no los entendían bien. Tampoco olvido que en el camino, el Padre Alfredo se sorprendió al oírme tararear O tannenbaum, y se puso a cantarlo de forma entusiasta. También recuerdo que me ofreció, espontáneamente, darme un maletín como regalo de ordenación. Parece que se le olvidó, porque todavía es maletín; espero que haya conmutado su oferta por alguna bendición de lo Alto, pues falleció hace mucho tiempo.
Visité también la Parroquia Santa Cruz, de Mao, en aquel recorrido de la Diócesis de Santiago. El Párroco era el Padre Amable Ramírez. En la misma casa Curial vivía el padre Fernando Arturo Franco Benoit, en la habitación principal. El Padre Amable vivía en la última, y los días que pasé con ellos usé la del centro. Varias personas iban a que el padre Franco les bautizara niños. Lo vi bautizar recostado a la pared, pues estaba ya muy anciano. Oí a unas doñas decir que, en Mao, cuando él era joven, las féminas lo buscaban mucho; y por eso casi no acostumbraba salir. Según dijeron, lo encontraban hermoso, especialmente sus manos.
Mons. Adames me había pedido que le entregara una especie de crónica al finalizar mi recorrido, la cual escribí y entregué, en una libreta manuscrita. En ella señalé las visitas realizadas y la impresión que tuve respecto a diferentes cosas en las parroquias. (Por supuesto que no dejé copia. He tratado de ver de nuevo esa libreta, pero no ha podido ser localizada). Me dijo que deseaba la misma experiencia para los otros seminaristas de término, pero creo que, aparte de una breve experiencia de Rafael Cruz Castellanos (1979), no la tuvo nadie más. Por un lado, la necesidad urge; por otro, creo que se trataba más bien de ponerme a prueba. Y se lo agradezco a Dios.v
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