“El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre” (Jn 14,12). Esta frase de Jesús, podría dejar atónitos a más de uno, pero para quien cree en su poder y ora, es real. La oración es un tema siempre presente y muy actual. Es un elemento de capital importancia para todas las religiones, porque representa el diálogo entre Dios y su Pueblo. Sin embargo, cada iglesia comprende, según los matices que le da su fundador, el modo de enfocar la relación entre el Creador y su creatura.
El concepto no reduccionista de la oración, lo recibió la Iglesia Católica personalmente de Jesús, quien preparó su nacimiento durante sus tres años de predicación en tierra de Israel, especialmente, durante el Triduo Pascual: él instituye el Sacerdocio y la Eucaristía (Jueves Santo); se entrega en sacrificio desde el ara de la Cruz (Viernes Santo); desciende al lugar de los infiernos a rescatar a sus predecesores que debía salvar (Sábado Santo); regala la vida eterna a sus hermanos (Domingo de Resurrección) y, finalmente, mientras entrega a sus Discípulos su proyecto del Reino de Dios en la tierra, manifiesta su Iglesia el Día de Pentecostés (Hch 2,1-18).
Con la experiencia de Jesús, quien se separaba frecuentemente para orar (Lc 5,16), un buen día, movidos por su ejemplo, los Discípulos se les acercaron y les dijeron: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). La Primera Comunidad cristiana se convirtió rápidamente en una comunidad orante (Hch 2, 42).
Los primeros cristianos se comprenden dentro de un pueblo de hermanos de fe, nunca solos y es, al interno de esta comunidad, desde donde cada cristiano, como individuo, se comunica con Dios, ora. Partiendo de esta experiencia, la comunidad cristiana tiene primacía sobre el individuo: es importante que no solo quien preside la comunidad juegue un papel preponderante frente a ella, sino cada miembro, porque toda ella se convierte en “mediadora” de su hermano ante Jesús; de aquí que, el primer escenario de la oración, es la comunidad: “Donde hay dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18,20) y también, por esa misma razón en la Iglesia Católica, después del saludo litúrgico, al momento de pedir perdón, para prepararnos dignamente a participar en la Liturgia de la Palabra y de la Eucaristía, se pide la intercesión de la Iglesia Terrestre y Celeste, a la cual ha herido el pecado del individuo, para que, por su mediación, el pecador reciba el perdón de Dios, en Jesucristo Salvador: “…Por eso ruego a Santa María, siempre Virgen, a los ángeles, a los santos y a ustedes, hermanos, que intercedan por mí, ante Dios, nuestro Señor”.
Es indispensable comprender la función mediadora de los hermanos de comunidad; de hecho, es una bonita costumbre que surjan Cadenas de Oración por las necesidades de los demás; frecuentemente escuchamos decir: “Ora por mí” o el slogan acostumbrado del Papa Francisco: “Por favor, oren por mí”.
Todo lo dicho anteriormente está atestiguado en la Biblia: desde el Génesis hasta el Apocalipsis encontramos referencias sobre la intercesión por parte de los elegidos de Dios. Su función es de doble vía: interceder ante Dios a favor del pueblo y ante el pueblo a favor de Dios: Abraham intercede por Sodoma y Gomorra ante la amenaza de Dios para destruirlas (Gén 18,20-33); Moisés intercede ante Dios por el pueblo después de éste haberse hecho un becerro de oro para adorarlo (Éx 32,1-14); el pueblo pide a Samuel que interceda por ellos ante Dios (1Sam 12, 18-25).
Dios, una vez concluida su obra creadora, deseó contar con los hombres para llevar a cabo la salvación de toda la creación (Ef 1). Esta acción divina llega a su plenitud con la Encarnación de Jesús: Dios se hizo hombre para redimirnos (Jn 1,14) y antes “de ser glorificado”, nos deja la oración de la unidad, a través de la cual ora largamente a su Padre, con oración de intercesión, “para que todos sean uno” (Jn 17). Es el mismo Hijo de Dios quien desea expresamente que sus Discípulos tengan la autoridad y la fuerza que su Padre ha dado a él para implantar sobre la tierra su Reino: “Convocando a los Doce, les dio autoridad (exousìa) y poder (dύnamys) sobre todos los demonios, y para curar enfermedades; y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar” (Lc 9, 1-2); es decir, Jesús entrega a sus Discípulos, la fuerza que obliga a obedecer su Palabra y el derecho que da observarla.
Profetas, sacerdotes y fieles tienen la misión expresa de Dios de colaborar con la instauración de su Reino en la tierra. Su misión evangelizadora es misión intercesora, de tal forma que, a través de la oración o de acciones concretas del anuncio de la Palabra y la asistencia a necesitados, el cristiano se convierte en mediador entre Jesús y a quien sirve y, sin contradicciones alguna, San Pablo nos recuerda que “hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1Tim 2,5).
Igualmente, el presbítero de la homilía, convertida en el libro de los Hebreos, insiste una y otra vez en presentar a Jesús como el gran sacerdote mediador, “de ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Heb 7,25).
En el cristianismo, Jesús es el prototipo de intercesor. Ante Dios Padre, solo él tiene poder para interceder; sin embargo, ante Jesús, su Madre María, igual en la tierra como en el cielo, es una cercana intercesora. María le arrebató el primer milagro a Jesús, en el preciso momento en el cual se avecinaba una gran angustia y vergüenza para una familia de la localidad de Caná de Galilea cuando, en plena fiesta, donde “estaba allí la madre de Jesús; [y] fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos”, se terminó el vino (Jn 2,1-2). María percatándose del gravísimo problema, decididamente, sin pensarlo dos veces, con autoridad y determinación, pero con discreción y esmero, sin confundir los roles, dictó las normas. A su hijo, le dijo: “No tienen vino”; a los servidores: “Hagan lo que él les diga” (Jn 2,4-5).
El poder de intercesión de María y de los santos no les es propio, no es originario en ellos mismos, sino que le pertenece al Padre Dios, al Hijo Jesús y al Espíritu Santo, como fuente y principio de la Salvación. María no tenía el poder en sí misma de transformar el agua en vino, pero su Hijo, sí. Así que acudió a él, como intercesora ante su Hijo y el milagro se hizo. Ella o cualquier cristiano, puede tener el poder para transformar el agua en vino o hacer cualquier milagro, sin embargo, siempre será en relación a Jesús, por la participación en su gracia. Todos los milagros hechos por los discípulos, lo atestiguan: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ponte a andar” (Hch 3,5), le dijo Pedro al tullido del Templo de Jerusalén y caminó.
Las oraciones son recibidas por Dios a través de Jesús, sin embargo, como dijimos al inicio, el cristiano es miembro de una comunidad y, es en la fe de Cristo, vivida y transmitida por esa comunidad, en la cual recibe su bautismo; por lo tanto, los santos de dicha comunidad (Santo es como venían llamados los primeros cristianos: Ef 1,1), por sus oraciones y sus frutos espirituales, ayudarán a superar las dificultades durante el peregrinar a sus demás hermanos; de aquí que, esa comunidad de santos, unos vivos y otros difuntos, interceden por sus hermanos en la fe.
La solidaridad espiritual es fundamental: “¿Sufre alguno de ustedes? Que ore. ¿Está alguno alegre? Que cante salmos. ¿Está enfermo alguno entre ustedes? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él, y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, les serán perdonados. Confiésense mutuamente sus pecados, y oren los unos por los otros, para que sean curados. La oración ferviente del justo tiene mucho poder” (St. 5,13-16).
El apoyo durante y después del Covid-19, no será solo en el ámbito de la economía, de la medicina, de las canciones y los mensajes de autosuperación personal, sino sobre todo en el ámbito de la fe. La humanidad es una comunidad de hermanos y vivimos en la misma “casa común”. Nos une la fe y la esperanza. Los católicos nos vemos ahora más unidos que nunca en la oración de intercesión por todas las realidades y personas tocadas por esta Pandemia y, en el mundo, no ha escapado nada ni nadie a ella.
¡Nuestras oraciones se elevan a Jesucristo por la fortaleza espiritual de los médicos, los enfermos, de los sacerdotes, religiosos y religiosas, de los necesitados, de los aislados, de los ancianos, de los abandonados de sus familias, de los vulnerables, de los científicos; por los que han perdido sus empleos, por los que han agarrado una tremenda depresión en esta situación, por los difuntos y por todas las monjas y monjes de clausura que dedican su vida a la oración y la contemplación de Dios, para que en una sola Iglesia, con un solo corazón, y elevando un mismo ruego, el poder de nuestra oración de intercesión llegue hasta Jesús, él lo presente a Dios y se escuche el clamor de su pueblo y nos libere (Éx 3,7).
En fin, múltiples son los beneficios de la oración de intercesión y no podemos olvidar que el cristiano cuando ruega por su comunidad, como si se olvidara de sí mismo, recibe, él mismo, las gracias que Dios regala a todos y, en función de la eficacia de la oración hecha “en el nombre de Jesús Resucitado”, adquiere su poder y su valor ante Dios que la escucha, y cumple, según su voluntad, hasta lo que se cree imposible: “Pedro estaba custodiado en la cárcel, mientras la Iglesia oraba insistentemente por él a Dios” y, a pesar de los centinelas, los barrotes y la furia de Herodes, Dios le mandó “el Ángel del Señor y la celda se llenó de luz” y lo sacó de allí (Hch 12,1-10).
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