Puerto Rico y Nueva York

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Al verano siguiente volví, pero esta vez a la Parroquia Saint Leo­nard, en Brooklyn, originariamente de inmigrantes alemanes, que deja­ron el lugar a los italianos, y éstos a los latinos. He oído que, debido la industrialización de la zona, dicha parroquia no existe actualmente. Coincidí en ésta con el seminarista Manuel Matos Diedoné. El párroco lo era el Padre Wilkinson, y el vica­rio el Padre Mahoney, director del coro, (quien ha venido varias veces al país y estuvo a punto de perecer en un remolino del río Yaque, a su paso por Jarabacoa; todo fue rápido. Oí que gritó varias veces ¡help!; y antes de que yo pudiera actuar, logró za­farse del remolino).

También había otro sacerdote chileno que según nos dijo, provenía de la misma ciudad que Los Ángeles Negros, grupo musical que comenzaba a ponerse de moda en el país. Unas religiosas llevaban el Colegio Parroquial, en el que encontramos varias personas amables, alumnos y del personal de apoyo, como Doña Emma Bush, Mary Kohlenbush, Connie Sacco y otras señoras que in­cluso me escribieron varias veces después de regresar yo al país. Debo mucha gratitud a esas personas.

A Manuel y a mí nos tocó hacer un censo de los latinos en algunos sectores de la parroquia; no faltó alguna doñita que nos recibiera, tras la cadena de la puerta, empuñando un pequeño spray antiasaltante. Pero la gente de la parroquia era buenísima. En una ocasión acompañamos a un gran grupo de fieles que iba de gira hacia Pennsylvania; así conocimos Amish Land, lugar tradicional de inmigrantes holandeses.

Durante mi estadía en St. Leonard conocí a un joven peruano, Jonás Arequipa, que cantaba y quería ser artista; dijo que me grabara bien su nombre para cuando fuera famoso, pero no he podido estar al tanto de su trayectoria. También conocí al amigo Juan Rivera, puertorriqueño, quien hizo una colecta entre su gente para ponerla yo en manos de mi comadre Yolanda Fernández, que se dirigía hacia Laval, Canada con su esposo, mi tío Apolinar Bretón, en donde éste fue operado a corazón abierto. Me dispensó un trato deferente el Sr. John Lemon, encargado de la compañía de mantenimiento de la Escuela Parroquial St. Leonard.

De Saint Leonard pasé a Man­hattan. Esta vez estaría, con permiso del Obispo y del Seminario, algo más de un año en la ciudad de Nueva York. Primero me alojé durante una breve temporada en casa de mi tío Domingo Martínez y su esposa Exe­nia (Ft. Washington y 163, bastante cerca del río Hudson, un área muy bonita). De ahí pasé a residir en casa de otro tío materno, Alejo Martínez y su esposa Juana Morillo (fallecida en Santiago, el 28 de febrero del 2008; y Alejo el 11 de febrero del 2009), en 157 W 78 St, Nueva York, a unos metros del Museo de Ciencias Natu­rales y del Planetarium, colindando con Central Park.

No puedo quejarme, pues era también una zona muy tranquila y hermosa. Visitábamos con frecuencia a mi tío Juanito Martínez y a América, su esposa, junto a sus hijos Tony y Fernando. Visité varias veces a mi tía Altagracia Bretón López y a su esposo Luis Taveras, que entonces residían en Nueva York. Fui varias veces a casa de la familia Gil, nues­tros vecinos en Licey, S. José: Matil­de, Gertrudis y su hija Inmaculada, Constancia, y Juanito; en el carro de éste recibí yo mi entrenamiento para la licencia de conducir, y él se brindó para ser generosamente mi instructor; practicábamos debajo de un ruidoso tren elevado, entre muchos ve­hículos, por lo que perdí para siempre el miedo a conducir. También visité a Inocencia Romero y sus hijos Carmen, Miriam y Raúl, de origen puertorriqueño, amigos comunes de Víctor García y Benito Ángeles.

En ese tiempo (1971-1972) había que subir muy arriba en Manhattan para encontrar dominicanos. Tenía­mos fama de ser gente trabajadora; sólo se hablaba de un dominicano que denigraba nuestro nombre, un jefe de ganga (banda) tristemente apodado jesucristo.

En esta casa de la 157 W sucedió que, una noche, casi al amanecer, escuché un pequeño ruido. Cuando miré, se trataba de fragmentos de carbón que caían sobre una hoja de zinc que cubría una parrilla del sóta­no, pues se había incendiado el apar­tamento contiguo. Rápidamente di la voz de alarma a Alejo y Nana que todavía dormían. Recogieron sus prendas antes de salir (era lo primero que se hacía, por temor a la policía) y salimos precipitadamente. En un apartamento del piso superior vivía una violinista cubana; su hermano golpeaba la puerta insistentemente. Luego la vimos bajar con su cartera en el brazo, muy tranquilamente.

Dijeron que se sedaba para dor­mir y que, además, dormía con tapo­nes en los oídos. Cuando salimos a la calle, estaba todo lleno de gente y carros de los bomberos.

Salimos en piyamas, y en lo que cada uno atinó a ponerse; una vecina le dijo a mi tío: “Vecino, usted se ve muy bien sin camisa…”. Y entonces supo que salió solo con pantalón de piyama ¡y una sola chancleta! Me sorprendí al ver que no lanzaban ni una gota de agua hacia la casa del incendio. Entonces noté que force­jeaban con un hombre negro, por im­pedir que entrara a la casa en llamas. Éste era el esposo de una mujer (ir­landesa, según decían) cuyo hijo sa­lió junto con ellos, pero –medio dor­mido– se metió de nuevo hacia la casa; la mamá entró detrás de él, y los bomberos la sacaron chamuscada. Por eso forcejeaba el hombre por entrar detrás de ellos.

Finalmente lanzaron enormes chorros de agua y apagaron el fuego sin que llegara a afectar nuestro apartamento. Adentro encontraron al niño carbonizado. A la noche si­guiente oímos ruido persistente en el patio de la casa quemada. Se trataba de una pequeña lata de aluminio que el viento llevaba y traía de un lado a otro, sobre el cemento. Pero el tío Alejo decía –un poco apenado– que era el niño, pues ahí solía jugar solo con sus carritos.

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