La muerte de la máxima figura militar y de la inteligencia iraní, el General Qasem Soleimani, el pasado 3 de enero del presente año 2020, por parte de drones no tripulados del ejército norteamericano, así como los discursos, actitudes y actos de beligerancia que en días previos fueron abonando el terreno a tan fatídico desenlace, sitúa nueva vez nuestra mirada en una de los temas más preocupantes y recurrentes que forman parte de la agenda internacional, tal cual es el de las grandes amenazas a la paz y a la seguridad internacional y la necesaria como inaplazable responsabilidad a la que todos hemos de sentirnos convocados de aportar nuestro concurso para la construcción de un mundo más humano y habitable.
Y es que construir la paz, como concuerdan muchos pensadores, ha sido siempre más difícil que hacer la guerra. Parecería, como planteara en su día Sigmund Freud, que late en los seres humanos una especie de instinto o “pulsión de muerte”, que nos lleva permanentemente al conflicto; a bloquear continuamente los caminos que conducen al entendimiento y la convivencia civilizada; a hacer valer, en actitud imprudente y soberbia, la razón de la fuerza antes que la fuerza de la razón.
Muchos y de profundo alcance son los factores que explican la gran incertidumbre e inestabilidad mundial en que actualmente nos encontramos y sería ingenuo como irresponsable simplificarlos. Es una historia larga de abusos de poder, desmanes imperiales, sojuzgamiento y humillación. Acciones injustas y violentas que se han perpetuado en nombre de determinados ideales y convicciones supremacistas generando una densa y penosa estela de sufrimiento, destrucción y muerte.
Sin esta necesaria contextualización, resultaría imposible explicar fenómenos como el terrorismo, con su saldo terrible de dolor y destrucción, resultado, en gran medida, del terrorismo de estado que durante siglos ha pretendido imponerse en nombre de la libertad y la democracia.
Pretender exportar determinados valores civilizatorios, imponerlos a ultranza sin respeto alguno por la identidad y las tradiciones de culturas milenarias y, muy especialmente, pretender apropiarse de los recursos estratégicos de determinados países bajo el pretexto de que suponen una amenaza para la paz mundial, todo ello constituye el caldo de cultivo en que se fragua la densa y pesada atmósfera de inestabilidad e incertidumbre en que hoy se debate nuestro mundo.
Ante tan complejo panorama, la pregunta se torna desafiante e inevitable: ¿qué podemos hacer como seres humanos y como cristianos? ¿Aceptar pasivamente y en actitud resignada la instauración de la violencia; ¿convertirnos en meros espectadores de un trágico drama que, a pesar de la ubicuidad de los medios de comunicación y las redes sociales, parece estar a mucha distancia de nosotros?
Sería, sin duda, la actitud más ingenua, fácil y por qué no decirlo, irresponsable. No podemos ceder en la exigencia de responsabilidad a quienes tienen sobre sus hombros la responsabilidad de conducir los destinos del mundo. Cuando se es verdadero estadista, antes que en las próximas elecciones, se ha de pensar siempre “en las próximas generaciones”.
El 27 de octubre de 1962 pudo haber sido el día más peligroso de la humanidad. La cuestión era no permitir que la Unión Soviética, en plena guerra fría, emplazara armas nucleares en Cuba, a 145 kilómetros de los Estados Unidos. Llovían las presiones sobre el Presidente Kennedy para que adoptara una solución militar apelando a la fuerza del poderío norteamericano. El mundo siempre recordará agradecido su gran estatura de estadista, al expresar en aquellas horas convulsas y sombrías: “lo que me preocupa no es el primer paso, sino que ambos lados escalemos hasta el cuarto y el quinto… Y no pasaremos al sexto, porque no quedará nadie para hacerlo”.
Revisemos nuestras actitudes, controlemos nuestras emociones negativas, procuremos mediar y llevar la paz a hogares y comunidades. ¡Con la fuerza y la luz de Dios, seamos constructores de paz!
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