La sabiduría de reconocernos mortales

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Parte 1

 

Ha causado sensación en España y en todo el mundo la carta que el 12 de septiembre de este año ha enviado a la dirección del periódico “El País” Don Pablo Osés Azcona, un ciudadano de Fuengirola, Mála­ga, titulada “Que no soy inmortal”. La misma, escrita con una sinceridad admirable, merece meditarse. Expresaba Don Pablo:

“Tengo 87 años y mi hijo está empeñado en que ande cinco kiló­metros al día, que adelgace, que coma sano, etcétera. Me quiere ver como con menos años. ¿Por qué no me deja en paz y se conforma con mi cuerpo actual? Se debería alegrar, y mucho, al ver que he logrado que no me asuste la muerte segura, que la vea con ilusión por­que me he convencido de que des­pués de la muerte hay más vida y que además será mucho mejor. Pero esta actitud, que a mí me parece un logro máximo, no recibe grandes aplausos de mi entorno. Más bien, la ignoran y quieren an­clarme aquí. Y erre que erre, yo me esfuerzo en reforzar mi convenci­miento de más vivencia. Es la hazaña posible y actual de un anciano aún capacitado. Y prefiero que, en vez de tra­tarme como si solo hu­biera esta vida, me acompañen y me amenicen en el tránsito feliz”.

¿No es esta carta un certero diagnóstico de la actitud predominante en la sociedad actual con relación a la insoslayable realidad de la muerte?

No pocos autores contemporáneos se han referido al hecho de que en nuestros días la actitud predominante hacia la muerte es la estrategia del silencio, cuando no del disfraz y la evasión. Para muchos ha­blar de muerte se ha tornado algo inconveniente cuando no un sínto­ma de mala educación, y bien parecería, que no sabemos bien qué ha­cer con ella salvo darle la espalda. Lo mismo ocurre con determinadas enfermedades, como el cáncer, de las que hablar parece un tabú cuya mención parece constituir para mu­chos un acto sacrílego.

El filósofo español José Martí­nez Hernández en su interesante libro “La experiencia trágica de la muerte” (Universidad de Murcia, 1995) ha formulado un diagnóstico certero a este respecto:

“La muerte es el gran tabú de nuestro tiempo y ello tiene, a nues­tro entender, un inmenso valor co­mo síntoma, pues aquello que una época no puede mirar cara a cara es lo que mide y determina la impotencia propia de esa época, el límite de su capacidad para dar sentido a la realidad”.

Y señala “entre nosotros la muerte no aparece, no sucede realmente, no “tiene lugar” porque no hay lugar en que pueda aparecer dotada de sentido… la muerte ha devenido un hecho administrado tecnocientíficamente en la más re­cóndita soledad, absolutamente privado, reprimido en silencio. Es este silencio forzado y represor el que nos invita a pensar, buscando sus causas próximas y lejanas, queriendo entender sus razones en lugar de exponerlo sólo como un suceso histórico y sociológico”.

¿Qué se esconde, cabe preguntarse, en el alma del ser humano contemporáneo tras esta actitud esquiva e inmadura ante la muerte? ¿Acaso la inconsciente soberbia de una supuesta omnipotencia alimentada por el desarrollo material y las innegables conquistas de la ciencia? ¿O, por el contrario, o acaso al propio tiempo, la expresión más acabada de la superficialidad imperante en lo que respecta a abordar sin máscaras ni subterfugios las realidades esenciales?

La respuesta cristiana ante la muerte desde la radical esperanza en Jesús Resucitado, parte de enca­rar la misma con todas sus consecuencias, como lo hizo Él mismo, sin paliativos ni acomodaticios subterfugios. Y es que no se trata de perder la alegría del vivir, sino de vivir a plenitud, conscientes y des­piertos

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