Rafael De la Cruz era uno de los veteranos del Seminario Mayor cuando llegamos nosotros. Se convirtió en mi bienhechor y me llevó a la tienda La Isla (pues eran bienhechores suyos). Me pusieron a escoger y tomé unas cuantas cosas, entre ellas unos pantalones jeans (entonces eran mahoma) y una correa ancha de vaquero (¡Válgame Dios!).
Víctor García me invitó una vez a pasar unos días en su casa, en Higüey. De ese tiempo recuerdo con cariño a Digna, su Madre; a Modesto, su padre y a sus hermanos y hermanas. Y también a Lara, un vecino de ellos en el INVI.
El agua de beber era desastrosa en ese tiempo en Higüey; salía de la llave notablemente amarilla. A mí me cayó mal y anduve todo descompuesto. Tanto, que llegó el día de regresar a Santo Domingo, y los intestinos no me lo consintieron. Esperé uno o dos días y, cuando finalmente se pudo, tomé el carro hacia la Capital. Pero se dañó antes de salir de Higüey. Nos bajamos todos hasta que lo repararon. Luego salimos de la ciudad en él.
En la puerta delantera derecha iba un joven; justo detrás, en el asiento trasero iba yo. Por supuesto que el carro iba lleno y con todos los vidrios bajos, para que entrara la brisa. En un momento, el joven delantero –que evidentemente padecía fuerte gripe– recogió cuanto tenía en el pecho y, de improviso, mandó el escupitajo hacia su derecha, supuestamente hacia afuera. Pero la cosa pasó zumbando frente a mí, para ir –no sin antes dejarme algún resto en el lugar del bigote– a formar una especie de flor surrealista en el interior del vidrio trasero. Todos los pasajeros se enojaron y dijeron de todo al pobre joven. Yo no salía del asombro: nunca me había pasado nada igual.
Puse candado después del robo, pero, olvidándome del fresco de la brisa subí todo el cristal. Increíblemente, solo había pasado un breve lapso, cuando el joven repitió la acción, formando ahora el dibujo frente a mis narices, pero por fuera del vidrio, gracias a Dios. Otra vez mandó la gente su andanada de improperios contra el mentado joven, que no era de Higüey, sino de una ciudad cuyo nombre –por respeto– no mencionaré.
Durante el trayecto, el carro volvió a dañarse varias veces. Finalmente no hubo más remedio que abandonarlo: se dañó en medio del puente del río Higuamo. Ha de suponerse cómo iría yo en ese viaje, todavía no bien recuperado del achaque intestinal. Estaba lluvioso cuando pasábamos junto a los inmensos cañaverales, y pensaba en lo triste que sería tener que salir a dar carrera en ellos… De todos modos, gracias a Dios pude llegar sin mayores percances a la Capital.
Volviendo a Santo Tomás, diré que del grupo que llegó de Licey después de nosotros, recuerdo a Milcíades Herrera, Félix de la Rosa Ávila (ambos de Higüey), Manuel Matos Diedoné (de Sánchez, Samaná); de mi grupo, Juan Pablo Liriano, y del primer grupo, Abercio González Vanderlinder; Andrés Espinal, Ramón De Jesús y Hernández…
En teología coincidiría con los buenos amigos Lidio Cadet, Eligio Díaz, Pedro Eduardo, Manuel De Castro (Niño), Apolinar Bencosme, Francisco Marcano, Napoleón Brito, Juan Torres, Pedro Henríquez; Martín Luzón y Plinio Reinoso, msc; Juan De los Santos, Félix Rosario, Julio Acosta (Julín), Jesús Aristy, Ricardo Arias, Paulino Peña (Oscar), Paulino Reinoso (Toño), Carmelo Santana; Luis Reyes, Julio Naut y Florival Elan, salesianos; Aníbal Reyes, cmf, Pedro Guzmán, Francisco de Jesús, Fabio Fernández, Cristóbal Melo…
A teología llegó el grupo que hizo filosofía en Santiago: Juan García (a quien encontré luego como sacerdote de la Diócesis de Baní), Luis Manuel de la Cruz, Francisco Hernández, José Abrahán Apolinario, Teófilo De la Cruz, Isidro Toribio, Porfirio Rodríguez, Timoteo González, Benito Ángeles, Jorge González, Diómedes Espinal, Francisco Ozoria, Dionisio Suárez, Rafael Cruz Castellanos…
Había un buen grupo de Puerto Rico en el Santo Tomás: Pablito Carraquilla, con quien daba catequesis en la antigua cárcel de La Cuarenta, que estaba intacta; (vi un foso con varillas en el fondo, en donde, según me dijeron, eran lanzados algunos prisioneros). Acababa de salir Rosado (El Viejo); también estaban José Ramón Ortiz (Monchito), Rafael (Lito; claretiano), Agapito, David; Héctor Rivera, Hilario Rivera y Oscar Rivera; Carlos López…
Se cuenta de Hilario que Monchito le aconsejó en una ocasión que se dedicara más a los estudios, pero al final Hilario obtuvo muy buenas calificaciones. Monchito le dijo que no se explicaba lo sucedido, a lo que Hilario respondió: “Monchito, yo no tengo la culpa de ser inteligente…”.
Con Monchito también hice trabajo pastoral en La Cuarenta; había muchas damas prendadas de él, y algunas se lo decían cuando caminábamos por las calles del barrio. Fui amigo de todos los boricuas, especialmente Oscar (en mi casa lo querían tanto como a mí), Héctor (con quien compartí varias veces en Nueva York), Carlos López (quien, como Párroco en Puerto Rico, me ha socorrido después de las tormentas que han afectado la Diócesis)…
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