«Al final de los tiempos estará firme el monte del templo del Señor; sobresaldrá sobre los montes, dominará sobre las colinas. Hacia él afluirán todas las naciones, vendrán pueblos numerosos. Dirán: “Venid, subamos al monte del Señor, al templo del Dios de Jacob; Él nos enseñará sus caminos, y marcharemos por sus sendas”» (Is 2,1-2). Estos dos últimos versículos son parte de la primera lectura de este primer domingo de Adviento.
Desde lo alto de una colina se puede mirar mejor el conjunto. Los distintos matices de verdes y también las parcelas con hierba seca. El paisaje se expresa en su multiforme belleza y el alma se llena de una sensación de libertad inquebrantable.
A algunos la altura le produce vértigo, mientras que otros sienten que están en la cúspide de la vida. Si es una cumbre muy alta puede despertar una desagradable sensación de miedo. Todo eso pasa cuando la vida nos sitúa en alguna altura existencial.
Al escalar una de esas montañas vitales podemos darnos cuenta de lo empinada de su inclinación. Nos asustamos. El pensamiento dominante podría ser: “No seré capaz de escalarla”. Pero cuando caminamos paso a paso, poco a poco, de repente notamos que es posible alcanzar la cumbre. Toda montaña de problemas al principio angustia, pero cuando vamos poco a poco nos damos cuenta que podemos avanzar. Quien tira la toalla demasiado rápido no llega a descubrir su potencial.
La montaña nos da otra perspectiva de los acontecimientos. Mientras andamos por la ciudad no reparamos en detalles singulares que marcan los lugares y que podemos descubrir desde las alturas.
Desde la montaña podemos contemplar el río que serpentea por los rincones de la ciudad, vislumbramos los límites de los pueblos y caemos en la cuenta de que no existe sólo “mi ciudad”, sino “las ciudades”.
Subir a la montaña es más que escalar un lugar topográfico, es “la actitud interior que busca las estrellas porque la tierra se nos queda pequeña y se nos pega demasiado a la piel”. Para alcanzar esa actitud interior debemos despojarnos de todo lo que impide nuestros pasos, la comodidad, la rutina, los apegos que no nos dejan aventurarnos.
Llegar a la cima de una montaña siempre resulta emocionante, aunque la escalada no lo sea tanto. Cuando se está en la cumbre más se valora el esfuerzo.
La cima de una montaña es como un presente temporal, lugar oportuno para mirar hacia atrás y hacia adelante. Lo recorrido y lo venidero. No miramos al pasado para alardear de las colinas coronadas ni de los largos trayectos recorridos, sino para ser agradecidos; y quizás para tomar conciencia de que ya no podemos escalar o ir tan de prisa como antes.
Cada etapa del camino tiene su encanto y sus propias llamadas. Cuando valoramos el presente descubrimos la riqueza que encierra y las bellezas que nos regala ese trayecto del camino. En cada tramo de la vida debemos preguntarnos ¿qué quiere Dios de mí en este punto de mi aventura?
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