El pequeño catecismo sobre la oración que el evangelista Lucas nos presenta en el capítulo 18 de su Evangelio se completa hoy con la historia ejemplar del fariseo y el publicano.
Dos hombres -recordemos que la semana pasada se trataba de una pobre mujer viuda- entran al templo a rezar. El primero hace de la oración un piadoso espejo en el que no deja de mirarse y hablar sólo de sí mismo, poniendo mayor atención a “sus bondades”.
En su monólogo Dios no importa, lo importante es el orgulloso regodeo en sí mismo: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: Ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. Todo ello dicho posiblemente en voz alta, para que se enteren los demás cómo cumple con las prescripciones religiosas. Al resaltar en su oración los “pecados” de los demás solo busca colocar un fondo oscuro para que resalte el dibujo que pretende hacer de sí mismo.
En su oración no solo mira hacia arriba y hacia atrás, sino que también oraba para sí mismo. Era a la vez orante y destinatario de la oración. El gran ausente era Dios. Podríamos considerarla “una oración atea”, en la que “Dios es la cobertura de un yo rico que instrumentaliza la relación religiosa en favor de la propia exaltación” (R. Fabris). Es verdad que comienza su oración de la forma más bella que pueda hacerse: Dando gracias y alabando a Dios; pero lo hace no pensando en la grandeza y misericordia divina (recordemos que en la oración de alabanza y acción de gracias se alaba y da gracias a Dios por lo que Él es y por lo que hace), sino en su autojustificación y autoconfirmación. La insistencia en resaltar su propia persona sobre el trasfondo de los otros lo delata. Los otros solo cuentan en cuanto muro de proyección, y Dios en cuanto garante de su “buen comportamiento”.
El publicano, en cambio, situado posiblemente en un rincón oscuro, oculto a la vista de los demás, mira al suelo y hacia adentro de sí mismo, al tiempo que se golpea el pecho reconociendo su pecado e implorando la misericordia divina. Su oración no se explaya en palabras, menos en un complaciente monólogo; fijémonos que el verbo principal de su corta oración tiene a Dios por sujeto, es el verdadero protagonista: “ten piedad”.
Los gestos de este hombre lo dicen todo. Nos hablan de su arrepentimiento, necesidad de perdón y deseo de cambio. Mientras el fariseo se cree mejor, este publicano quiere ser mejor.
En su oración confiesa su lejanía de Dios. Está avergonzado por su comportamiento. No se atreve a levantar la mirada. Reconoce quién es en realidad, al tiempo que reconoce quién es Dios. Se sabe pecador y reconoce a Dios como el compasivo. Se confía a la gracia y bondad de Dios con la esperanza de ser justificado no por sus méritos, sino por la misericordia divina. Contrario al fariseo, “no habla de los otros, no los critica. No cree necesario demolerlos para obtener un eventual favor de parte de Dios. La propia miseria le basta. Cuenta únicamente con la gracia de Dios” (A. Maillot). Avergonzado, este hombre ha puesto en las manos de Dios la verdad de lo que es, por eso vuelve a casa justificado. Porque se ha humillado, concluye Jesús, ha sido enaltecido.
En este orante se cumple lo que decía Santa Teresa de Jesús: La humildad es caminar en la verdad.
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