Al cumplir 80 años el diácono Héctor Cruz afirma que la Eucaristía seguirá siendo el centro de su vida

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La Parroquia Nues­tra Señora de Fátima se vistió de alegría. El motivo era la celebra­ción de los 80 años de vida del diácono permanente Héctor Cruz. La misa para dar gracias a Dios la presidió Mons. Héctor Rafael Rodríguez, Obispo de La Vega. Le acompa­ñaron varios sacerdo­tes.

Compartimos algu­nos fragmentos de la homilía del diácono Héctor Cruz:

 

Quisiera tener las mejores palabras para describir que la medida perfecta entre el tiempo y el espacio de mi vida, solo se sos­tiene por la gracia de Dios. Hay que esperar mucho tiempo para cumplir 80, son mu­chos los sueños ya vividos las hazañas transitadas, las locuras no narradas con la que mi memoria juega en una veloz carrera por querer ser agradable a los ojos de Dios, por buscar hacer lo co­rrecto, por creer y busca sembrar en la tierra bendita y santa.

Buscar ser parte de la cosecha eterna, que mi padre tiene reservado para mí. Hoy sé que estos 80 años han transitado en medio de una extrema misericordia de Dios para mi vida, pues si de verdad lo que menos importa para Dios es el tiempo, lo mucho que sí valora sin lugar a dudas, es mi vida; y aquí me vie­ne la respuesta oportuna de mis preguntas insolentes. A Dios le ha importado siempre mi vida. La ha defendido de la tempestad de la enfermedad de la tristeza de mi propias ofensas y pecados, de la ingratitud de los que me han herido.

Junto a mi esposa Alicia y compañera de mil batallas, me ha de­fendido como un padre arrebatado de amor por su hijo, en esa medida me ha dado amor para mis hijos, hijos todos del amor; cosechados con lágrimas y ternura. A ellos, debo el esfuerzo que le imprimí a mis jornadas de éxito, a ellos dedico el perdón de mis re­cuerdos, a ellos ofrezco a Dios como único cariño res­petuoso que tuve ante la vida, todos se levantaron conmigo, junto a mis defectos y virtu­des, juntos a mis erro­res y bondades; a todos los qui­se y los quiero favorecer.

Dios, además, guar­dó mi vida para que en medio de su tránsito disfrutara de la gracia del Ministerio Diaco­nal. El me lo ha dado para que no sea en mi un peso, ni una carga de angustia, al contrario, he podido disfrutar el manjar de su belleza, atraído siempre por el altar del permanente sacrificio.

La Eucaristía, es y seguirá siendo el centro amoroso de mi vida, sin ella me es imposible seguir envejeciendo, por ella tengo en mis manos la más sagrada vida, la que no vino a mí por merecerla, la que fue avecinada a mi pe­queñez, por pura gracia y misericordia de mi Padre.

La vida me ha ense­ñado y me obliga a ser un hombre profundamente agrade­cido.

Sí observo el curso de mis años, veo en ellos la huella de la bondad de Dios; mi nombre está inscrito en las palmas de sus manos, yo soy hechura de sus dedos, el costo de su sangre, me inclu­ye en el cuerpo peregrino de su Iglesia y sabiendo que la naturaleza con la que formo mi vida es de dura cerviz, me conce­dió la gracia de que este barro de mi duro carácter, sea in­fluen­ciado por la belle­za de grandes amigos que han acompañado mi vida de fe. En ellos incluyo a Obispos, Sa­cerdotes, Diáconos, y Religiosas, hombres y mujeres, que han ­valo­rado mi sensible y defectuosa búsqueda del Reino de Dios.

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