Aprendiendo a agradecer

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En la primera lectura de la misa de hoy, un extranjero le agradece a Dios el haberle curado de la lepra (2 Reyes 5, 14 – 17). El profeta Eliseo había ordenado a Naamán, el sirio, que se bañase siete veces en el Jordán. A regañadientes y mascu­llando los nombres de los ríos de Siria, Naamán se bañó y quedó curado. Al volver, expresó su agra­decimiento: “ahora reconozco que no hay dios en toda la tierra, más que el de Israel”. Naamán sentía tanto agradecimiento por el Dios de Israel, que le pide le dejen llevarse dos mulas cargadas de tierra, para siempre adorar a Dios postrado sobre tierra israelí, la tierra de su salvación.

En el Evangelio de la Misa de hoy (Lucas 17, 11- 19), Jesús se encuentra con diez leprosos. Desde lejos y a gritos piden su curación. Jesús les manda presentarse a los sacerdotes, de acuerdo a las ordenanzas de la ley. Pero de camino, se descubren curados. Uno de ellos, “se volvió alabando a Dios a grandes gritos y se echó por tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Éste era un samaritano”.

Durante sus prédicas, Jesús citó la curación de Naamán, el extranjero, para probar que la misericordia del Señor no está limitada por la tierra de Israel (Lucas 4, 27). Jesús nos alecciona con el samaritano, excluido dos veces, por leproso y por samaritano. Hay tanta fuerza de salvación en la palabra de Jesús, que no necesitaron llegar hasta los sacerdotes. ¡Se curaron en el cami­no! Hay tanta arrogancia en los israelitas, que sólo el extranjero volvió para agradecer y postrarse a sus pies.

El leproso extranjero agradecido, nos interpela a todos los que nos hemos acostumbrado a Jesús y a su palabra. Ella nos ayude a aprender de los extranjeros entre nosotros.

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