El hombre rico y el pobre Lázaro

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Nadie respeta nuestra libertad como el mismo Dios

 

Dos hombres cuyo contraste no podía ser mayor. El primero es un “rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día”.

Nada mal para las aspiraciones de algunos. El otro permanece echado en el portal de este, “cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico”. De este pobre hombre se nos da el nombre: Lázaro. ¡Único personaje de las parábolas de Jesús que aparece con nombre propio! Cuyo significado no puede ser más oportuno: “Dios ayuda” o “Yahvé viene en ayuda”.

El rico se queda en el anonimato. Mayor contraste aún. La riqueza de este último no le ha alcanzado para hacerse de un nombre. Si nos atene­mos a la mentalidad predominante en el contexto del pueblo de la Bi­blia, el rico no solo no tiene identidad, sino que es una persona vacía, sin historia. Nadie construye una historia solo banqueteando todos los días.

La consecuencia es clara: Quien ha perdido su nombre no puede estar inscrito en el libro de la vida. ¿Con qué nombre va a aparecer si no lo tiene?

No es de extrañar que Lucas qui­siera colocar este relato propio (no aparece en los otros evangelistas) en la sección de su Evangelio que re­coge las enseñanzas sobre “el discernimiento de la relación con la riqueza”.

Además del contraste de los dos personajes en sí mismos, aparecen subrayados otros: La cronología que recoge el tiempo de la vida y “la vivencia” de la muerte. Esta última tiene en sí misma otro contrapunto: El rico es llevado a la sepultura, lugar de tormentos; mientras que el pobre es elevado al seno de Abra­ham.

La distancia que el rico quiso marcar en vida, ahora se hace más larga en tiempo y espacio. En la eternidad permanecerán en extre­mos opuestos: Uno es enterrado y el otro elevado. Queda finada para siempre la distancia que se había creado en la tierra.

El rico de esta parábola es un digno representante de aquellos que se empeñan por hacer más global la indiferencia. Nunca se detuvo a mirar al pobre Lázaro tirado en su portal, deseoso de las migajas que tiraban de su mesa. Los perros tenían mejor mirada, “se le acercaban [a Lázaro] a lamerle las llagas”.

En el rico se cumple el dicho tan conocido: “Ojos que no ven, cora­zón que no siente”. Cómo iba a sentir compasión por el mendigo tirado a la puerta de su casa si nunca se detuvo a mirarlo. Si la indiferencia lo cegó ante la miseria del pobre Lázaro, después de muerto le da vergüenza acudir a él; por eso pretende la mediación de Abrahán: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. El que vivía en la opulencia, ahora no tiene con qué adquirir una sola gota de agua.

El infierno no son los otros, como se nos ha querido hacer creer. El infierno es empeñarse en vivir con los ojos cerrados hacia los otros. Es la consagración definitiva del soli­p­sismo egoísta en el que alguien vive encerrado. Quien dedica la vida solo a banquetear, a vestirse de ropa fina y acumular riqueza es un desdichado. Vive de balcón hacia fuera, pendiente de la mirada ajena. ¿No es esa otra modalidad del infierno? “Un infierno dotado de todas las comodidades”, sí, pero infierno, al fin y al cabo.

La parábola, entonces, no pretende describirnos los tormentos del más allá; sino cómo se podría prolongar para siempre lo vivido más acá: Las distancias que creamos, el encierro (ensimismamiento) en que vivimos; la indiferencia que preferimos. El presente que se vive aquí podría hacerse eterno; el más acá podría prolongarse en el más allá. Nadie respeta nuestra libertad como el mismo Dios.