Entrega No. 6
Yo agradezco mucho a Dios haber aprendido en el Seminario a comer de todo. Tenía, gracias a Dios, muy buena salud. No sé si tendría dieciséis o diecisiete años cuando me llevaron al dentista; era una Doctora muy piadosa, en la callecita Jácuba, en Santiago, que hacía ese favor a los seminaristas. En el caso mío era solo una limpieza; gracias a Dios, ni siquiera me ha dolido nunca una muela. (Un vecino y pariente en el campo, en la desesperación se extrajo una usando una de las aldabas de las puertas…).
Lo que sí sufría yo era de migraña o jaqueca, lo cual me duraría hasta los treinta y tantos años.
A propósito de los que dejaban el Seminario, quizá uno de los casos más llamativos fue el de aquel joven (¿de Santiago Rodríguez?) que hizo su presentación una noche, acabando de llegar, en el salón del comedor; la luz no era muy abundante, pero como nos veríamos a la luz del día, nadie hizo mucho esfuerzo por verle la cara. Cuando le llegó el turno, dijo su nombre y unas animosas palabras vocacionales; golpeando con la mano derecha el puño ahuecado de la izquierda dijo: “¡Nosotros sí que le vamos a poner la tapa al pomo!” Todos nos reímos. Y al día siguiente todos queríamos ver al animoso joven, pero no aparecía. Ni apareció, pues, oscuro todavía tomó sus bártulos y se fue para su casa. Nadie retuvo su nombre, por lo que decíamos: “se fue la tapa al pomo”.
En ese mismo salón hizo también otra presentación memorable mi amigo Basilio Camilo. Mandó que todos nos pusiéramos de rodillas, excepto los Padres. Anunció que era algo muy grande lo que iba a decir. Cuando nos vio a todos arrodillados, dijo con su potente voz: “Maravilla, maravilla, ¡Cuántos burros de rodillas!” Maravilla fue su nombre en lo adelante.
Con Basilio tengo varias historias, como la de su cumpleaños. Vivíamos tres seminaristas en una habitación de la parte nueva del Seminario (hacia el lado Oeste), Andrés Avelino, Basilio y yo. Basilio quería celebrar, pero no tenía dinero; por ello se propuso tomar un huacal de botellas vacías, de la despensa, para venderla en La Tentación (así era llamada tanto la dueña como el colmado de enfrente). Pero necesitaba un cómplice para pasarlo por encima de la pared que da a los garajes. Tanto me embromó, que accedí a ayudarle.
Aprovechó una noche en que no había luz; cargó con su huacal, lo colocó sobre la pared, y al otro lado estaba yo para bajarlo. Sólo que en ese mismo momento llegó la luz. Como era dichoso, no había nadie por los alrededores, y pudo completar –con mi complicidad– su latrocinio. El desenlace fue éste: Trajo de La Tentación un tremendo Vinazo El Pirata y nos dispusimos a ingerir el preciado licor (era pura candela). A Avelino y a mí nos dio sueño rápidamente y cada uno se fue a su cama, pero Basilio se puso contento y bromeaba con un cuchillito –eso le encantaba, dicen que porque le temía– metiéndolo por debajo del mosquitero. Yo, que nunca tuve los juegos livianos, le di con el puño en la frente y, como Basilio estaba en cuclillas, desbalanceado, cayó de espaldas al piso, para gran contento de Avelino. Y, a dormir se ha dicho.
Hablando de alimentación diré una que fue casi dramática. Era común que algunas personas enviaran animales para la comida de los seminaristas. Así llegó un toro muy bravo que, no sé cómo, se soltó y se adueñó del Seminario. Una parte de los seminaristas nos subimos a la azotea y fuimos hacia el lado Oeste, sobre el comedor. Ante la emergencia, se pidió ayuda a la guardia de Santiago (el Padre Moya era Capellán). El toro andaba ya por el maizal, a buena distancia y el guardia fue tras él. Apuntó el arma y, primero vimos caer el toro; aunque el guardia estaba relativamente cerca de nosotros, solo más tarde escuchamos el disparo.
(Tiempo después recordaría yo este suceso, cuando traté de entender la Teoría de la Relatividad, según la explica Bertrand Russell. Pues sí…).
Otro de los toros me causó algún contratiempo. Don Polín Pérez, de Los Hidalgos (Mamey) ofreció uno y el Padre Fello tenía que ir a buscarlo. Era verano y no había seminaristas en el seminario. Estábamos Lino Rojas y yo, porque éste me estaba ayudando a pasar a máquina (todavía yo no había empezado mis ejercicios de a-s-d-f-g… para aprender a dominar este artefacto), un trabajo que yo debía entregar al día siguiente.
El Padre Fello me invitó a acompañarlo a Mamey. Lino no podía acompañarlo y me esperaría para terminar el trabajo a mi vuelta. Le expliqué al Padre que debía volver a tiempo. Me dijo que así sería. Resultó que el toro estaba en Estero Hondo y no en Mamey, es decir, mucho más allá. Llegamos hasta La Ensenada e incluso vimos los matorrales en donde los expedicionarios del 14 de junio del 1959 guardaron sus latas de conservas. Vimos también las palmeras con grandes perforaciones. Volvimos a pasar por la casa de Polín Pérez, y cuando pensé que salíamos hacia Licey, una hija de éste, que se casaba en esos días quiso hablar con el Padre Fello; pasearon para allá y para acá, hasta que yo me desesperé y tuve la osadía de hacerle una seña al Padre (que no le gustó para nada). A las tantas salimos para Licey. Lino se había ido y tuve que terminar el trabajo a mano. Se trataba de una especie de ensayo sobre el libro Un cura se confiesa, de José Luis Martín Descalzo, con el que esperaba ganar un concurso. El premio era un gran Diccionario Filológico (Martín Alonso: “Ciencia del lenguaje y Arte del estilo”). Organizó el concurso Zenón Díaz, profesor de Preceptiva Literaria. Yo casi me imaginaba tener el Diccionario en las manos cuando nos avisaron que a Zenón lo habían enviado a Roma a estudiar y no había dejado ni memorias; para total decepción nuestra, nadie supo dar razón del dichoso concurso.
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