Desde que recuerdo

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Entrega No. 19

Llegó un tiempo, supongo que en la etapa final de la dictadura, en que se hablaba mal de ella entre mi familia; el tío Abrahán iba de Ciudad Trujillo al campo, y allí se desahogaba. Su madre le su­plicaba que se callara, por amor a Dios, “que las mayas tienen oídos”. Incluso algu­no de nosotros oyó a nuestra madre hablando de la situa­ción con su compadre Ma­nuel de Jesús Burgos (Ca­patás). Ella misma nos contaba sobre un señor llamado Adolfo Estévez Cabrera (Bo­cho), cuyo hijo, Fellito, se reveló contra Trujillo, parece que por los tiempos de Rafael Estrella Ureña; tuvieron que irse a la loma, mientras toda la familia dormía en los montes, para salvar la vida. A Fellito lo ma­taron, y Bocho bajó de la loma en un burro, con los pies completamente hinchados. Eduardo Estévez (Gua­yo), esposo de Teófila Mén­dez (mamá Filó), tía de mi madre, era hermano de Bo­cho Estévez. Mi madre se crió entre ellos, en casa de sus abuelos maternos, desde los seis meses de edad, en el lugar que se llamó Canca Estévez, pero que a causa de la rebelión contra Trujillo se cambió a Juan Antonio Alix. Según mi madre, Luis José León Estévez, esposo de Angelita Trujillo, era sobrino de Bocho y de Eduardo.

Papá también contaba acerca de la muerte del Ge­neral Cipriano Bencosme, por los lados de Villa Trina. Y varias veces lo oí relatar con gran tristeza escenas de la matanza de los haitianos en 1937; eran historias conmovedoras las que contaba de unos niños haitianos ase­sinados, con alguna expresión que recordaba los rela­tos de los mártires.

Contaba, además, sobre los muchos haitianos que trabajaron en la construcción de la Carretera Duarte, varios de los cuales se que­daron a vivir por nuestra zona. A ellos les gustaba, se­gún decía, la batata con sebo de vaca, que ponían a secar en yaguas. Nos contaba con frecuencia de un haitiano a quien, mientras trabajaba en la carretera, le dio un dolor; era ya de tardecita y los compañeros quisieron ayudarlo, pero cuando intentaban tocarlo, decía: si pará de aquí, aquí murí. Para que no muriera, lo dejaron en el lugar. Al día siguiente sólo encontraron los pedazos de la tinaja, pues al cavar en­contró una botija (tinaja llena de onzas de oro) y se lanzó de bruces contra ella, de modo que nadie la pudie­ra ver. Al amparo de la no­che recogería el hombre su tesoro para no volver jamás.

También contaba con lujo de detalles lo que sabían todos los viejos de estos lu­ga­res: la matanza realizada por las tropas de Cristóbal y Dessalines en la iglesia del Rosario, de Moca, en su re­greso a Haití (1805). Se cuenta incluso que una de nuestras antepasadas (María del Carmen Bueno) se salvó debajo de los cadáveres; los libros de historia dicen que se salvaron dos muchachas, una de ellas de apellido Sal­cedo.

Cuando la invasión de Estero Hondo, Maimón y Constanza nos asustamos todos; se aseguró que por los lados de Licey andaban en unos camiones recogiendo hombres para ir a enfrentar los barbuses, como llamaban a los expedicionarios. Todo varón mayor de edad recibía una especie de entrenamiento militar, si bien es verdad que lo hacían con un rifle de madera. Si llegaron a llevar hombres a pelear no lo sé, pero oí y vi a mis padres comentando esto con gran preocupación.

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