En la entrega del pasado domingo hacíamos referencia al reclamo sutil que el rabino judío hacía al destacado filósofo Martin Buber, citado por este en su hermoso texto “Eclipse de Dios. Estudio sobre las relaciones entre Religión y Filosofía” (Fondo de Cultura Económica. Segunda Reimpresión, 2014).
Consistían sus palabras en una especie de respetuosa recriminación al filósofo ante la facilidad con que, a su decir, los seres humanos abusamos del nombre de Dios, degradando su verdadero significado y mancillando su grandeza y su bondad, adulterándola con nuestras indignas actuaciones.
Cuando meditamos serenamente sobre los planteamientos hechos a Buber por el sabio judío, preciso es confesar que, ciertamente, el nombre de Dios ha sido y es constantemente manipulado en función no sólo de apetencias y ambiciones personales, sino también para pretender justificar pretensiones de naturaleza aparentemente política, como es el caso de los integrantes de cualquier grupo terrorista de los tantos que abundan en el mundo y quienes procuran legitimar sus actos de horror y barbarie afirmando que su “ Dios” así se lo ordena.
Desde luego, ninguna denominación religiosa o política puede estar exenta de que en su seno pueda anidar la intolerancia y el fanatismo, actitud ante cuya manifestación es preciso estar siempre alerta.
A pesar de lo expuesto, sin embargo, y aún conscientes de que el nombre de Dios ha sido tantas veces mancillado, resulta para el hombre imprescindible invocarle y depositar en él su esperanza. Es la convicción que subyace a la hermosa como honda respuesta que diera Buber al sabio y respetable anciano:
“Sí, dije, es la más abrumada de cargas de todas las palabras humanas. Ninguna ha sido tan envilecida, tan mutilada. Precisamente por esta razón no puedo abandonarla. Generaciones de hombres han depositado la carga de sus vidas angustiadas sobre esta palabra y la han abatido hasta dar con ella por tierra; yace ahora en el polvo y soporta todas esas cargas. Las razas humanas la han despedazado con sus facciones religiosas; han matado por ella y han muerto por ella y ostenta las huellas de sus dedos y su sangre. ¡Dónde podría encontrar una palabra como ésta para describir lo más elevado! Si escogiera el concepto más puro, más resplandeciente, del santuario más resguardado de los filósofos, sólo podría captar con él un producto del pensamiento, que no establece ligazón alguna. No podría captar la presencia de Aquel a quien las generaciones de hombres han honrado y han degradado con su pavoroso vivir y morir.
Me refiero a Aquel a quien se refieren las generaciones de hombres atormentados por el infierno y golpeando a las puertas del cielo. Es cierto, ellos dibujan caricaturas y les ponen por título “Dios”. Pero cuando toda la locura y el engaño vuelven al polvo, cuando los hombres se encuentran frente a Él en la más solitaria oscuridad y ya no dicen “Él, Él”. Sino que suspiran “Tú”, gritan “Tú, todos ellos la misma palabra, y cuando agregan “Dios”, ¿No es acaso el verdadero Dios al que imploran, al único Dios Viviente, al Dios de los hijos del hombre? ¿No es él acaso quien les oye? Y sólo por este motivo, ¿no es la palabra “Dios” la palabra de la súplica, la palabra convertida en nombre consagrado en todos los idiomas humanos para todos los tiempos? … No podemos renunciar a ella. ¡Qué comprensible resulta que algunos sugieran permanecer en silencio durante algún tiempo respecto de las “cosas últimas”, para que las palabras mal empleadas puedan ser redimidas! Más, no han de ser redimidas así. No podemos limpiar la palabra “Dios” y no podemos devolverle su integridad; sin embargo, profanada y mutilada como está, podemos levantarla del polvo y erigirla en una hora de gran zozobra”.
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