La hibridez de Dios

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En esta época de vehículos híbridos, es decir, que usan tanto gasolina, como electricidad y gas propano al mismo tiempo y otras mezclas, un filósofo co­rea­no escribió un libro sobre la hibridez de la cultura, algo muy cierto y palpable hoy día, debido al auge de las comunicaciones, las facilidades de viajes y los conocimientos asequibles que tenemos sobres las diversas culturas de nuestro mundo, algo que puede ser muy positivo, pues como una vez dijo Mons. Roque Adames, en su inmensa inteli­gencia, que el mundo se encaminaba a una nueva “ecumene”, a un nuevo en­cuentro cultural, algo parecido a lo que ocurrió en 1492 con el encuentro de occidente y las culturas nativas nuestras, y al parecer, es algo que de nuevo está ocurriendo en este siglo XXI.

Alguien por ahí quiso llevar en un blog algo de esto a la realidad de la Iglesia hoy día y la necesidad de reivindicación que pretenden ciertos grupos a su interior, no dejando de tener razón cuando expone, como esa pretensión de uniformidad celebrativa y de manejo hoy día resulta cuesta arriba, por esa universalidad cultural que pesa en el quehacer eclesiástico de hoy.

Me parece que esa hibridez que se vive hoy llevada al campo religioso no se agota en la realidad actual de una Iglesia, en este caso nuestra Iglesia cató­lica, sino que hay que llevarla más lejos, hacia los linderos teológicos, los sende­ros que tienen que ver con Dios. La fe en Dios es un activo cultural, y más que decir Dios, deberíamos decir, en la tras­cendencia. Desde Atapuerca, en España, hasta el hoy, de la era digital, el ser hu­mano se siente atraído hacia algo que él siente que le rebasa, algo que no encaja en la medida de sus manos y en la an­chura de su mente. Preguntas que no tienen respuestas matemáticas, y ante las cuales lo único que puede hacer es rendirse racionalmente y dar paso a la fe, algo que también es parte de la humanidad, como lo es la racionalidad. Pero no se rinde a la fe, como el filósofo Soren Kieekegart, como un salto al vacío, no, o como expresaba el psicólogo y filófoso William James, para no suicidarse gnocional y existencialmente, sino porque la misma trascendencia de diversas maneras y de muchas formas, pienso que según la misma racionalidad temporal y espacial del hombre, se ha ido ­revelando.

Dios tiene muchos nombres, y mu­chos han sido los caminos a lo largo de la historia, para comunicarse con el ser humano, y esta revelación de Dios se ha encarnado y se ha hecho visible en una cultura, con los tin­tes propios de dicha cultura, lo que lleva a muchos en ocasiones a confundir lo meramente cultu­ral, que es mudable, pasable, temporal, en los que influyen los intereses cultu­rales del momento, con el dato revelado en sí, que se conserva intangible, pues Dios siempre es Dios y su dictamen siempre es de amor y misericordia.

En­tonces, culturalmente, el nombre de Dios es híbrido, y las formalidades de la fe en él lo son, no así su mensaje re­velador, pues si Él mismo nos hizo tan diversos en lo físico, mental, racial, gé­ne­ro, cultura y demás, es una invitación a ver también nosotros lo mismo, a tener esa visión que acoge la hibridez de la vida humana, y por qué no, la de la vivencia religiosa.

En un mundo de aperturas y abierto al futuro, en vía de aceptación de la diversidad universal, las uniformidades en estos niveles se invalidan y la tole­rancia y respeto abre su abanico. No somos uniformes culturalmente, ni en la vivencia religiosa, nunca lo hemos sido, y al parecer, gracias a Dios, nunca lo ­seremos.

 

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