Vivir en paz La paz que da el Resucitado es, además, para que vivamos nuestras contradicciones existenciales libres de miedo

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No hay duda de que la muerte de Jesús supone un fracaso para sus se­guidores. Ven morir sus esperanzas junto con el profeta de Nazaret. Toda experiencia de fracaso tiende a ence­rrarnos dentro de nosotros mismos. El miedo es su hermano siamés. Fracaso y miedo suelen estar tan íntimamente unidos que es casi imposible que viva uno sin que también se deje sentir el otro. Dos regalos del Resucitado vie­nen en nuestra ayuda para hacerles frente: Paz y alegría. “Paz a ustedes”, es su saludo. Y los discípulos “se llenaron de alegría”.

Pensemos por ahora en la paz. Nos podríamos preguntar si realmente existe o si hay que considerarla un estado del alma, un concepto, una experiencia o algo que brota de re­pente, como el genio de los cuentos, de entre los papeles que firman los promotores de la guerra. ¿De qué paz se nos habla cuando se nos dice que el Resucitado saludó a sus discípulos diciéndole: “La paz a ustedes”? Por­que en nuestro imaginario hay mu­chas paces posibles e imposibles.

Lo primero que debemos tener en cuenta es que en el mundo bíblico la paz (Shalom) abarca todos los bienes que una persona espera alcanzar de parte Dios para vivir en armonía. En este sentido la paz viene a dar luz a las tantas contradicciones que envuelven la vida. Los discípulos, encerrados por el miedo, necesitan de ella para superar las contradicciones que la muerte del Mesías ha generado en ellos. ¿Cómo es posible que el Me­sías, el Hijo de Dios muera como murió? ¿Cómo aceptar que aquel que tenían por justo muriera como lo ha­cían los tenidos por malhechores? ¿No es contradictorio que los conocedores de la ley, de la voluntad de Dios, persiguieran hasta dar muerte, a quien ellos consideraban el Mesías esperado? ¿Y el mar de dudas que golpeaba con sus fuertes oleajes el interior de sus almas? Todas las contradicciones internas que bullían en su interior urgían una paz imposible de conseguir por ellos mismos o de mano de cualquier otro ser humano, ideología o sistema.

Pero, ¿podemos considerar la paz como “la ausencia de contradiccio­nes”? ¿Acaso es lo mismo vivir en paz que vivir libres de contradiccio­nes? No lo creo. La vida misma es una cadena tejida de contradicciones. No se diga las relaciones que se gestan entre las personas. ¿Qué es, en­tonces, lo que nos aporta la paz que nos da el Resucitado? Nos da la posibilidad de vivir con alegría incluso cuando estamos envueltos en nuestras propias contradicciones. La paz “no es la ausencia de guerra”, se suele de­cir. Esto debe incluir las guerras que libramos dentro de nosotros mismos.

La paz que da el Resucitado es, además, para que vivamos nuestras contradicciones existenciales libres de miedo. La paz es, escribe Mario Benedetti, “el consentimiento (y has­ta la comprensión) de las contradicciones”. La paz ayudará a los discípulos a comprender mejor lo que ha sucedido con su Maestro. Será la chispa que les haga entender que la muerte de Jesús tiene un sentido sal­vífico para toda la humanidad.

El miedo nubla la razón; la paz, por el contrario, permite que sopesemos mejor las cosas, las evaluemos, para alcanzar un juicio más claro sobre ellas. Sin paz es imposible integrar “lo otro” en nuestra vida, aquello que nos sorprende o desborda nuestras convicciones y seguridades.

Cuando se goza de verdadera paz se acepta lo otro, lo que incluso resulta contradictorio, y se avanza. “La paz es tal vez la posibilidad de que el amor y el odio coexistan, intercam­bien pasiones, se estimulen recíprocamente”, ha recalcado el escritor uru­guayo más arriba citado. Y el filósofo español Fernando Savater afirma: “En la paz tengo enemigos, pero decido conservarlos en lugar de destruirlos; quiero saber qué puedo hacer con ellos que no sea matarlos”.

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