Jesús: el amor que triunfa sobre el mal, el dolor y la muerte

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¡Hoy es Domingo de Resurrec­ción! ¡Jesús ha resucitado! Esta su­blime y gozosa exclamación resume el misterio por excelencia de nuestra fe cristiana. Es el culmen y el fundamento de nuestra esperanza, pues a decir de San Pablo: “Si Cris­to no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también nuestra fe”. (1 Cor. 15, 14).

En la entrega del pasado domingo reflexionábamos en torno a la modalidad singular mediante la cual Jesús nos revela el sentido último del sufrimiento y de la muerte. ¿Desde cual actitud se enfrenta a estas realidades límites las cuales desafían nuestra razón y ponen en evidencia nuestra radical fragilidad?

Marcel Neusch nos lo expresa con inigualable profundidad: “… Jesús no ha construido ningún sistema, ni ha propuesto ninguna justificación, ni ha indicado ninguna finalidad. Frente al mal se comporta de una forma totalmente distinta. Su manera de afrontar el desafío consiste en vivir la misma condición que los hombres, sin trampa ni car­tón”. (Marcel Neusch. El enigma del mal. Sal Terrae, 2007. Pág. 63.

Esta es la gran apuesta de Jesús para salvarnos. Desde su dimensión humana es del todo comprensible la filial apelación ante el Padre: “…si es posible, aparta de mí este cáliz” (Mateo 26, 39), pues sería inexplicable masoquismo procurar de for­ma voluntaria el sufrimiento. Pero inmediatamente aflora la actitud del mal afrontado, de la misión suprema asumida en todas sus previsibles y dolorosas consecuencias: “…más no se haga mi voluntad sino la tuya”.

Es en su debilidad y no en su fuerza donde Jesús nos revela plenamente su plan salvífico, el sentido trascendente de su supremo sacrificio redentor. Vivió en el sufrimiento y asumió el sufrimiento, como nos expresa Pablo: “Haciéndose obe­diente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Fil 2, 6ss).

A este respecto exclamaba hermosamente el gran poeta francés Charles Péguy: “Si no hubiera teni­do ese cuerpo… si hubiera sido espí­ritu puro… si, en fin, no hubiera sido un alma carnal… si no hubiera sufrido esa muerte carnal, todo se de­rrumbaría, hijo mío, todo se de­rrumbaría, porque no sería el hombre pleno… Jesús, el judío Jesús”.

La actitud de Jesús ante el mal, el dolor y la muerte constrasta abiertamente con la predominante en el mundo contemporáneo. Son admi­rables, no cabe duda, todos los esfuerzos que desde la investigación y la práctica científica procuran ali­viar el dolor, mejorar nuestra calidad de vida. Las corrientes transhumanistas nos han planteado la posibilidad de un nuevo ser humano que gracias a la tecnología sería capaz de derrotar estas grandes limitacio­nes.

La salvación del hombre respecto al mal radical, conforme esta ­perspectiva, no vendría del Abso­luto, no vendría de Dios, sino del esfuerzo mismo del ser humano. Se cumpliría de este modo lo afirmado por el Papa Pablo VI en su discurso de reinicio del Concilio Vaticano II: “El Dios que se ha hecho hombre ha sido sustituido por el hombre que se ha hecho Dios”.

¿No subyace a esta actitud la autoafirmación arrogante del hombre, la cual le conduce a no reconocer su finitud? ¿Dónde radica, en fin, nuestra esperanza para vencer el mal físico, el mal moral y el mal metafísico? Los cristianos profesa­mos que la respuesta definitiva no está en la ciencia ni en las cosas, ni en las cambiantes contingencias hu­manas, sino en Jesús Resucitado, el gran Misterio que celebramos hoy.

Desde esta convicción de fe, ca­bría entonces la pregunta de Pablo: ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? (1 Corintios 15, 55). Este hondo pasaje de Pablo provocó en el gran teólogo alemán Karl Barth una den­sa reflexión titulada la “La Muerte de la Muerte” en la cual expresaba:

“Nuestra muerte es nuestro lími­te, pero nuestro Dios es también el límite de nuestra muerte. Esta puede arrebatárnoslo todo, pero es incapaz de conseguir que Dios deje de ser Dios, nuestro Salvador y redentor y, como tal nuestra esperanza”.

 

¡Alegría y paz hermanos!

¡Jesús ha resucitado!

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