Hace días, en Santo Domingo, una trabajadora doméstica fue acusada de asesinar a su empleadora. Se informó que el motivo original era el robo, con un cómplice. Por diversas razones fue un caso doloroso e impactante. Cuando algunos se referían al tema exclamaban: “no se puede confiar en la gente”.
En distintos escenarios, este tipo de conducta es tristemente parte de nuestra cotidianidad y resalta cuando lo ocurrido es aterrador, fuera de lo común, inimaginable. La historia también nos presenta he-chos similares, donde personas del entorno le quitan la vida a alguien famoso.
El emperador Julio César, en Roma, fue herido de muerte por un grupo de senadores. En la trama participó Brutus, muy cercano de la víctima. De allí provino su lapidaria expresión: “¿Tú también, hijo mío? En México, en el año 1940, a León Trotsky le clavaron un piolet en el cráneo. El responsable fue el español Ramón Mercader, alguien de la casa, infiltrado allí por Joseph Stalin, enemigo de Trotsky y líder en aquel momento de la desaparecida Unión Soviética. Cuando leemos sobre esos acontecimientos pensamos: “No se puede confiar en la gente”.
Es natural que nos cuestionemos: “¿Se debe o se puede confiar en la gente? ¿Hay peligro en confiar? ¿Cuál es el grado de confianza permitido?” Pero hay una pregunta más importante: “¿Somos nosotros dignos de confianza?”.
“Confiar” lo resumo en creer en el prójimo y en sí mismo. Es mi convicción. Llevo en mi corazón la frase de Jean-Jaques Rousseau en el orden de que “El hombre es naturalmente bueno, es la sociedad que lo corrompe” y no la de Nicolás Maquiavelo cuando afirma que “El hombre es malo por naturaleza, a menos que le precisen a ser bueno”.
Desde joven he decidido confiar razonablemente en los demás, tomando en cuenta que si llegare a dudar le cedo la decisión a mi intuición. Ser así me hace libre de las cadenas que imponen los delirios de persecución. Tengo una excepción: Confío poco en quien desconfía hasta de su sombra.
Sé que en ocasiones seré presa del engaño, que podrá engatusarme un 5 % o un 10 % de los ciudadanos que trate. Es cierto, pero ese es el precio que feliz pago por confiar en ti, en ustedes. Por igual, es mi esperanza que tú, que ustedes, confíen en mí, pues quien no inspira confianza no vive en paz, y la paz, que nace del cumplimiento del deber, es la riqueza por excelencia.
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