Cuando no sabemos explicar algo, decimos, “obra de Dios”. Pero, al hablar así ¿acaso no nos estamos presentando como los consejeros de Dios al atrevernos a señalar “su obra”?
Mucha gente cree que todo lo que pasa es “obra de Dios”. Si algo malo le pasa a otra gente, algo malo habrán hecho. Esta idea de Dios nos convierte en espectadores pasivos esperando a ver con qué va a salir Dios.
Las lecturas del tiempo de Cuaresma nos ayudan a revisar nuestra idea de Dios a la luz de la Palabra.
En Egipto, los hebreos vivían como esclavos y padecían una dura servidumbre bajo crueles capataces. Dios se revela como Aquel que se interesa por la suerte de los que sufren y viene a cambiar su situación. Quiere “sacarlos de esa tierra de servidumbre, para llevarlos a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel.” (Éxodo 3, 1 – 15).
Moisés tenía su vida cómoda y segura, pastoreando un rebaño por el desierto. Dios se acerca para complicarle la vida y enviarlo ante el Faraón para sacar a su pueblo de Egipto.
Los discípulos de Jesús se sienten bien seguros ante las desgracias que les han caído a otros: aquellos galileos asesinados por Pilato en el templo; los 18 que mató la torre de Siloé al caerse. Jesús rompe la falsa seguridad y pasividad de sus discípulos: –¿creen ustedes que esa gente que murió era más pecadora que el resto?—
Jesús no presenta a Dios como la explicación de lo que ocurre, sino como la invitación a cambiar y comprometernos para no perecer en el fracaso del egoísmo.
Una falsa idea de Dios da una paz falsa. Cuaresma, tiempo de inquietarse al descubrir que somos árboles sin frutos viviendo en tiempo extra.
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