La pregunta por Dios en un mundo autosuficiente

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Primera parte

Relataba Don Miguel de Unamu­no que en una ocasión en que viajaba en tren de Salamanca a Madrid, le interpeló de pronto otro viajero a quien jamás había visto.

-Usted es Don Miguel de Una­muno, si no me equivoco.

Don Miguel endureció el rostro, pues aquel tipo de interrogantes le perturbaban muchísimo.

-No se equivoca, respondió.

-Hace tiempo que siento una curiosidad a propósito de Usted, insistió el que interpelaba.

-Diga, diga, le urgió Unamuno, bastante molesto.

-¿Cree Usted en Dios?

Habría que imaginarse el rostro enrojecido del gran Vasco de Sala­manca. Sin disimular su enojo se removió en su asiento y con esa mirada encendida que debió tornarse aquel día más penetrante de lo habi­tual, contestó:

-Mire Usted, quienquiera que sea: para poder contestarle, tendría­mos que averiguar qué entiende Usted por “creer”; cosa que resulta­ría muy difícil; y luego, habríamos de hacer otro tanto sobre qué entendemos por “Dios”; y esto, entre Usted y yo, sería absolutamente im­posible; de modo que déjeme en paz. Dicho lo cual volvió a las páginas de un libro cuya lectura disfrutaba durante el viaje.

Aunque, en principio, la respuesta de Don Miguel parecería muy propia de una personalidad arrogante y soberbia, desde luego que algunos rasgos de ello no le faltaban, la mis­ma, más bien, trasluce un profundo respeto por la forma como deben ser abordadas las preguntas esenciales; esas que configuran y definen el ho­rizonte existencial. No son preguntas simples ni fáciles, de esas que se pueden responder con una respuesta categórica y que con olímpica superficialidad niegan o afirman.

¿Pero acaso puede el ser humano renunciar a formularse estas preguntas, sin que con ello se atrofie su esencial vocación de ser, como afirmara un sabio pensador, el único animal capaz de interrogarse? ¿Han pasado de moda las preguntas defini­tivas que nos planteaba Enmanuel Kant: ¿Quién soy yo, de donde ven­go, hacia dónde voy y qué me cabe esperar?

El mismo Don Miguel de Una­muno sintió en lo más profundo de su ser esa interpelación por las preguntas radicales, las que dejó plasmadas con tanta agudeza como hermosura, tanto en sus obras de pensa­miento como en las de ficción.

Su famoso Salmo I es prueba ma­nifiesta de esta angustia vital que, en cierto modo, le atormentaba, y que, en cierto modo, explican su respuesta tan dura y cortante a aquel joven curioso que aspiraba a despachar con una simple interpelación lo que le había llevado al gran sabio toda una vida de reflexión y de escritura.

 

SALMO I

(Fragmento)

¿Por qué, Señor, no te nos

muestras sin velos, sin engaños?

¿Por qué, Señor, nos dejas

en la duda, duda de muerte?

¿Por qué te escondes?

¿Por qué encendiste en nuestro

pecho el ansia de conocerte,

el ansia de que existas,

para velarte así a nuestras miradas?

¿Dónde estás mi Señor;

acaso existes?

¿Eres tú creación de mi congoja

o lo soy tuya?

¿Por qué, Señor, nos dejas vagar

sin rumbo buscando nuestro objeto?

Por qué hiciste la vida?

¿Qué significa todo,

qué sentido tienen los seres?

¿Dónde te escondes?

Te buscamos y te hurtas;

te llamamos y callas; te queremos,

y Tú Señor, no quieres decir:

vedme mis hijos!

Una señal, Señor, una tan solo,

Una que acabe con todos los ateos

de la tierra; una que dé sentido

a esta sombría vida

que arrastramos.

Tal vez la mayor tragedia de la humanidad contemporánea consiste en esa sensación de incertidumbre propia de quien camina a la deriva sin brújula ni horizonte. Es la atrofia de la capacidad reflexiva para preguntarse y captar lo esencial. Es entonces cuando la condición huma­na se adentra en el camino sin retorno de su radical extravío.

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