Si en Jesucristo, Dios ha querido tomar nuestra condición humana, lo más obvio es que asuma todo lo que tiene que ver con dicha condición. Por eso no es de extrañar que en los días posteriores a la fiesta de Navidad la liturgia de la Iglesia nos proponga celebrar la fiesta de la Sagrada Familia. En cuanto ser humano, el niño Jesús debía nacer y crecer en el seno de una familia. Es ese el ámbito en que venimos al mundo y nos educamos.
Seguro que la familia de Jesús tuvo que vivir la cotidianidad de todas las familias de su entorno. Las alegrías y las tristezas vividas por sus vecinos también hubo de tocarles a ellos. No nos imaginemos que una corte de ángeles franqueaba el entorno de su casa repeliendo todo lo adverso que asomara por allí. No; si Dios quiso hacerse uno de nosotros tenía que vivir lo mismo que nosotros. Nuestra historia es su historia; nuestras alegrías son las suyas; nuestros padecimientos lo tocan también a él.
¿Acaso no participaron María y José de las angustias que agobian a tantos padres de familia ante el comportamiento incomprensible de un hijo adolescente? Cuando Jesús se queda en el templo sin que lo sepan sus padres constituye uno de esos momentos de angustia causados por el hijo que ya quiere tomar sus propias decisiones y cuyos padres consideran que todavía no está en edad de hacerlo. No obstante, el volverse a Jerusalén en su busca, después de un largo camino recorrido, demuestra el gran amor que María y José sentían por su hijo. No lo dejan abandonado a su suerte; no importa el cansancio, el amor familiar se impone.
Un elemento tenía la familia de Nazaret a su favor, que no siempre está presente en las otras familias: su estrecha relación con Dios. Nos lo cuenta el Evangelio de este domingo cuando dice que “los padres de Jesús solían ir cada año a Jerusalén por la fiesta de Pascua”. Esta nota nos revela que estamos ante una familia que celebra su fe, que renueva constantemente su relación con Dios. Fíjate, amable lector, que el texto dice “solían ir”, lo que denota que aquello formaba parte de su vida familiar. No les importaba los tres o cuatro días que caminarían a pie desde su casa a Jerusalén. Pienso que lo mismo sucedería en la vida diaria y en las celebraciones “sinagogales” de cada semana. En el seno de su familia Jesús aprendería a relacionarse con Dios como su Padre. Los modelos de familia pueden cambiar; lo que no está bien que cambie es la relación de esta con Dios. Cuando eso sucede, la familia se queda sin fundamento. Se hunde.
La actitud desconcertante de Jesús no quiere decir que reniegue de su familia; simplemente muestra el deseo de todo joven de hacer su propio camino. Más adelante el texto nos dice que bajó con sus padres a Nazaret “y estaba sujeto a ellos”. Esto nos muestra que su independencia aún no es total. Digamos que el adolescente Jesús está en esa etapa en que los hijos buscan separarse un poco de la familia, pero todavía sienten que necesitan de la protección de sus padres. Es esa especie de tanteo con el que quieren probar hasta dónde pueden llegar por sí solos. ¡Cuánta humanidad refleja esta actitud!
El relato finaliza poniendo en evidencia la evolución de Jesús como persona: “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres”. Bajo estos tres aspectos se nos cuenta el crecimiento integral del joven Jesús: iba madurando en su capacidad de discernimiento, en el aspecto físico y en su dimensión espiritual. Todo un programa formativo para los hijos de las familias de todos los tiempos.
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