Estoy en la Plaza Garibaldi, México DF. Los mariachis, con su vestimenta típica, atrapan mi atención de inmediato. Unos tacos me provocan y degusto cuatro. El tequila me espera más tarde. Viajar me encanta y, al hacerlo, trato de conocer, en primer lugar, la esencia de cada pueblo.
Lo dijo san Agustín: “El mundo es un libro y aquellos que no viajan solo leen una página”. Para muchos, y me incluyo, viajar es la mejor inversión. Conocer otras culturas no tiene precio, cada una tiene su encanto, su olor, su sabor, y ninguna es superior o inferior a otra, sí distinta.
Al viajar se enriquece nuestro espíritu, nuestra mente se amplía, disminuyen nuestros prejuicios, nos deleitamos con las maravillas que Dios creó y apreciamos mejor nuestro país. Viajar también nos hace comprender que somos parte de un mundo hermoso, dinámico, colorido, con más luces que sombras.
Cuando visito otras naciones acostumbro a reflexionar en algún lugar emblemático, como una catedral o museo. En México opté por la Plaza Garibaldi, quizás pensando en Javier Solis, Jorge Negrete, Pedro Infante.
Allí reflexioné que todo es efímero, aun entre tanta alegría, concluyo que en la simpleza radica la paz, que debemos amar lo cotidiano, sin dejar de respetar lo que nos formó y tiene interés para la humanidad.
Me llega a la memoria Silvio Rodríguez, cuando canta: “Qué se puede querer si todo es horizonte!”. El que respira motivado por lo material nunca se saciará. Sus bolsillos tienen profundos huecos. Anhelar en exceso lo que se compra y se vende nos convierte en infelices, a diferencia de tener altos y nobles ideales y luchar por hacerlos realidad. Ambos elementos son incompatibles.
Disfrutemos las plazas que llenan de música nuestras almas. Seamos como esos instrumentos afinados que resaltan la orquesta de nuestras vidas, no importa que sea la guitarra o la trompeta, lo trascendente es que nuestra labor la realicemos con responsabilidad.
En México, con sus extraordinarios lugares históricos, recuerdo a mi monumento a los Héroes de la Restauración en Santiago, al igual que la pequeña tarja en honor al padre Ramón Dubert colocada en una de las calles de la Ciudad Corazón. Y me impresiona todo por igual, o, quién sabe. El valor de las cosas es el que le damos, no el que tiene etiquetado o el que la fama pretende otorgarle.
Viajar refresca el alma y el cuerpo. En la Plaza Garibaldi estoy feliz, sin dejar de recordar el merengue y la bachata, la mangulina y el carabiné. Y termino con una frase inspirada en el santo de Hipona: “Cuando viajo es como si leo y cuando leo es como si viajo”.
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