San Óscar Romero también es nuestro

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Del 19 al 23 de marzo de 1979, Monseñor Óscar Romero estuvo con nosotros en Santo Domingo. Cono­cíamos ya su profunda devoción al Corazón de Jesús y por eso lo invitamos a un encuentro de reflexión sobre “la espiritualidad del corazón” que teníamos programado en Man­resa Loyola, Haina.

Al concluir el encuentro, lo conduje al aeropuerto de Las Américas, no sin antes detenernos en nuestra Catedral Primada. Al pasar ante la Capilla del Santísimo, cayó de ro­dillas y ahí pasó un buen rato de ora­ción. Rezó por nosotros y también por su sufrido país, El Salvador, a donde le urgía volver. Apenas un año después, el 25 de marzo de 1980, entregó su vida a la hora del ofertorio de la misa que celebraba, en la capilla del hospital Divina Providencia, de San Salvador.

Con su beatificación y canoniza­ción lo conocerán. Y así aprenderán a amarlo. Su valentía, su franqueza y su compromiso con la defensa de la dignidad humana incomodaron a muchos. Recuerdo tres pequeños he­chos progresivos, del menos al más, del rechazo a la plena aceptación. Primero: cuando estuvo en Santo Domingo, el fotógrafo de Amigo del Hogar sacó una foto de todo el gru­po. Un obispo latinoamericano nos pidió que lo sacáramos de la foto, porque no quería que lo vieran junto a Monseñor Romero.

Segundo: El fiel secretario de San Juan Pablo II, el padre Estanis­lao, cuenta en el libro “Una vida con Karl”, que preparando el viaje que hizo el Papa en 1983 a El Salvador, Karl Wojtyla tuvo que decir a uno de sus ayudantes “¿Cómo no voy a ir a su tumba, si entregó su vida en el altar?”.

Y tercero: En el año 2007, en Aparecida (Brasil), un sacerdote preguntó al Cardenal Bergoglio, hoy Papa Francisco, qué pensaba de Monseñor Romero. La respuesta fue clara “Para mí es un santo y un mártir. Si yo fuera Papa, ya lo habría Canonizado”.

Óscar Romero, arzobispo mártir, también es nuestro. Durante su corta estadía entre nosotros sacó tiempo para una entrevista a la revista Ami­go del Hogar. La entrevista la hizo, profesionalmente y con mucha sabi­duría, el padre Juan Rodríguez, msc, entonces Director de la revista Amigo del Hogar*.

Disfrútenla, 39 años después, como preparación inmediata a su ca­nonización en Roma, impulsada por un grupo de laicos y decidida por otro “buen pastor” latinoamericano, el Papa Francisco, sucesor de Pedro.

*Esta entrevista la reprodujo parcialmente Roberto Morozzo, profesor de historia contempo­ránea en la Universidad de Roma Tre, en su libro de 462 páginas: Moseñor Romero, Ediciones Mon­dadori, Milano 2005 (en italiano)  y Ediciones Sígueme, Salamanca 2010 (en español)

 

(Entrevista:

Juan Rodríguez, msc)

 

A finales del mes de marzo tuvimos el agrado de conversar con el Arzobispo de San Salvador, Mons. Óscar Romero. Vino a Santo Do­mingo para asistir a una reunión sobre el Sagrado Corazón. Mons. Romero se ha destacado en su país, El Salvador, por asumir una posición clara y definida en relación con los constantes vejámenes y persecuciones que sufre aquel pueblo centroamericano. Es conocido internacionalmente por su valiente defensa de los derechos humanos.

 

Con los que sufren

Monseñor Óscar Romero

 

Para situarnos lo primero es el país y su gente: ¿Cuál es actualmente la situación general de El Salvador?

–El Salvador en su aspecto gene­ral es todo un problema. Es un territorio de 21 mil kms.2 con una po­bla­ción de más de cuatro millones de habitantes, lo cual crea una situa­ción social y económica ya de por sí gra­ve. A esto se agrega la mala distribución de la tierra que está en posesión de unas cuantas familias dejando una inmensa mayoría con poca ­tierra o sin ella. En el aspecto político somos una democracia, pero actualmente los cauces democráticos se cierran por una represión que, por un falso sentido de defensa y de se­guridad nacional, monopoliza en unas pocas manos el poder y el derecho de participación. La mayoría se siente frustrada y de ahí surgen mu­chos brotes que se llaman subversi­vos, pero que son legítimas aspiraciones que responden al deseo de organizarse y a dejarse oír. No quita esto que hay brotes auténticamente subversivos, clandestinos que en­cuentran en toda esta situación eco­nómica, política y social, por lo menos un pretexto que desaparecería si se abrieran los cauces a una participación legítima de los que se organizan con el también legítimo deseo de colaborar al bien común.

–¿Quiere ahora pintarnos glo­balmente la situación de la Iglesia salvadoreña?

–Hablaría principalmente de la Arquidiócesis de San Salvador, que es donde tengo toda la responsabilidad de obispo, porque además hay otras cuatro diócesis en el país que, quizás, juzgarán de otro modo o ­llevan su pastoral de otra manera. La situación de la Arquidiócesis y la línea pastoral que yo heredé de Mons. Luis Chávez y González que, junto con el auxiliar Mons. Arturo Rivera Damas colaboraron en la línea que quiso Vaticano II y Mede­llín, encuentra eco en las líneas que ha señalado Puebla, aunque todavía no son oficialmente conocidas ya se ven que son un paso sobre el caminar de Medellín; por lo cual podría calificar que es una pastoral de promoción en el sentido de organizar comunidades eclesiales de base, buscar agentes de pastoral no sólo en los sacerdotes sino también en los religiosos, muchos laicos se ven promoviendo y sienten su responsa­bilidad de Iglesia, ellos se forman en centros de promoción y nos ayudan mucho. Esta tarea de organización encuentra dificultades en la política y en el ambiente social que antes describí. Esto así porque es una pastoral de promoción y despierta en el hombre su sentido de dignidad hu­mana, descubre sus derechos huma­nos, sobre todo de organización y de participación. Y a esto se llama comunista, subversivo, político… como si la Iglesia se hubiera apartado de su línea espiritual. Por esto se explican los diversos conflictos en­tre la Iglesia y el ambiente.

 

Nos interesa algún dato de su persona: ¿Se ha operado en usted un proceso de conversión hasta asumir la defensa de los derechos del hombre, o quizás, ha sido ésta una línea que ha marcado cons­tantemente su vida?

–Yo no hablaría de conversión como muchos dicen –puede entenderse si se quiere– porque mi cariño por el pueblo, por el pobre, siempre lo he tenido. Antes de ser obispo estuve como sacerdote 22 años en San Miguel, una ciudad lejos de la Capital y creo que no viví los pro­blemas tan intensos que ahora me tocan vivir. Allí traté de llevar a mi predicación y actuación pastoral mi actitud más bien tradicional y aferrada a los principios aprendidos en el seminario. Sin embargo, cuando ­visitaba los cantones, sentía verda­dero gusto de estar con los pobres y ayudarlos. Varias obras modestas se hicieron a favor de ellos, mientras ejercía como sacerdote. Pero al ­llegar a San Salvador, la misma fidelidad con que he querido llevar mi sacerdocio me hizo comprender que mi cariño a los pobres, mi fide­lidad a los principios cristianos y adhesión a la Santa Sede tenían que tomar un rumbo un tanto distinto. El 22 de febrero de 1977 tomé posesión de la Arquidiócesis y para esa fecha había una racha de expulsiones de sacerdotes. Mi antecesor, Mons. Chávez, ya había visto salir violentamente varios sacerdotes, lo cual yo tampoco pude contener. A menos de un mes de haber tomado posesión ocu­rrió, el 12 de marzo de 1977, el ase­sinato del P. Rutilio Grande. Dos meses después la muerte trágica, también por balas, del P. Navarro Oviedo, que estaba en la ciudad. Así empezó mi episcopado en San Sal­vador. El diálogo con todos mis ­sacerdotes y con el pueblo me hicieron sentir que mi cariño al pue­blo tenía que demostrarlo con más fortaleza frente a los enemigos del pueblo y frente a los perseguidores de esta Iglesia. Y así fue que en reu­nión de sacerdotes pasamos un día de deli­beraciones a ver qué actitud tomaba frente a la muerte del P. Ru­tilio Grande. Fue un día de mucha gracia para mí, pues comprendí que había que tomar una actitud y, de hecho, hubo una decisión: Celebrar una misa única y no permitir las misas el domingo siguiente. Me costó mucho esa decisión, pero fue algo que im­pactó en la diócesis y a mí me ayudó a sentir esa fortaleza que gracias a Dios he experimentado en comunión con el presbiterio y las comunidades que acuerpaban esta línea. Esta actitud no fue de odio ni de venganza. Finalmente… ciertamente he sentido que en mí ha habi­do un progreso que me ha llevado a una mayor identificación con mis sacerdotes y con el pueblo.

–Sus sacerdotes y el pueblo en general se identifican con su línea pastoral, pero ¿La Iglesia jerár­quica (obispos) de El Salvador comparten sus criterios?

–Lamentablemente tengo que confesar una gran diferencia de criterios con algunos de mis hermanos obispos de El Salvador. Gracias a Dios está Mons. Rivera Damas, obispo de Santiago de María, que es muy conocedor de la pastoral actual de la Iglesia y está plenamente de acuerdo conmigo. En cuanto a las diferencias existentes entre los de­más señores obispos, me da pena esta situación, y de mi parte, yo qui­siera que no existieran; pero cuando reflexiono en lo que el Evangelio me pide y lo que sería cambiar de modo de actuar, creo que no puedo con­descender a otros criterios y esto me obliga a vivir en esta conflictividad interna de la Iglesia que, por otra parte, creo que no es desunión sustancial, puesto que todos estamos en comunión con la doctrina y la moral de la Iglesia. Sin embargo, cuánto me gustaría tener que decir que no existe ninguna diferencia, de proclamar la unidad en estos momentos de confusión en nuestro pueblo y de tantos atropellos evidentes a los de­rechos humanos. Estoy dispuesto a todo por obtener que la fidelidad al Evangelio nos lleve hacia la unidad a todos los pastores de El Salvador.

–Usted describe ciertamente una barrera dolorosa con algunos miembros de la jerarquía eclesiástica, ¿qué nos dice, entonces, de la oposición del gobierno y de otros grupos de presión?

–Esta oposición es más explicable, así como es dolorosa la anterior. La conflictividad con el gobierno, creo que no es provocada porque yo quiera, sino que es la respuesta de un gobierno que evidentemente atropella los derechos humanos y la Iglesia tiene que enfrentarse en de­fensa del pueblo que sufre violacio­nes tan claras. Referente a los grupos del poder económico existe entre ellos no sólo una oposición, sino una marginación en contra nuestra en los medios de comunicación so­cial que ellos sustentan con su dine­ro. Se margina al Arzobis­pado, se manipulan las noticias, ocupan espacios pagados en la prensa para insultar muchas veces al Arzo­bispo y a sus sacerdotes… De esta forma se expresa el conflicto que tiene que existir desde que la Iglesia predique una mayor justicia, un ma­yor res­peto a los derechos humanos. Tiene que haber conflictividad con aque­llos que no cumplen estos principios del Evangelio y de la Iglesia.

–Comprendemos que es muy duro vivir atacado por todos los flancos, pero Cristo afirma en sus bienaventuranzas que el cristiano es feliz cuando es insultado, ca­lumniado, perseguido… ¿Está usted corriendo la suerte del profeta? ¿Se siente feliz?

–Evidentemente siento en mi interior la bienaventuranza anunciada en el Evangelio. Recuerdo que San Ignacio –yo me formé con los jesuítas– hablaba de consolaciones como voz del Espíritu y esas consolacio­nes las he experimentado gran­demente… Del sentido profético toman, muchas veces, motivos para lo ridí­culo, para la crítica, para bur­larse como si yo me sintiera un profeta. Estoy lejos de usar esa palabra en sentido triunfalista, y aún en un simple sentido jamás he dicho que soy un profeta, sin embargo, sé que es­toy anunciando una doctrina que no es mía y que por doquier encuentra tanta oposición. En lo personal a mí me sería mucho más fácil no anunciarla, callar y estar bien con toda la gente, pero no tendría esa paz de conciencia si cometiera ese pecado de omisión. Siento, por el contrario, una gran alegría y satisfacción anunciando ese Evangelio conflictivo y esta satisfacción íntima de mi conciencia la siento apoyada por la soli­daridad que palpo en el presbiterio –creo también que es otro signo de Dios la unidad de sus sacerdotes con su obispo–,  en la solidaridad de las comunidades de religiosos y religio­sas y de fieles en la base. Y fuera de la Arquidiócesis un conjunto de testimonios de solidaridad, entre ellas –ya que estamos aquí en Santo Do­mingo– quisiera mencionar con agradecimiento la firma de Mons. Príamo Tejeda que en Puebla, junto con otros obispos latinoamericanos, me escribieron una carta de solidaridad que me llenó profundamente de emoción. Así también llegaron otros testimonios, como aquel de Francia que contenía 22 mil firmas recogidas en tan sólo 15 días para expresar su ­solidaridad con esa Iglesia defensora de los derechos del hombre. Po­dría citar otros muchos testimonios lo cual indica que con este ambiente de solidaridad la satisfacción inte­rior de conciencia me asegura que sí es una voz del Evangelio, que no voy solo por este camino y que ten­go el deber de mantener esa voz por­que responde a un anhelo del continente y del mundo.

–¿Qué expresaba la carta que los obispos latinoamericanos le entregaron en Puebla?

–Es una carta fraternal, me tratan de tú y eso me abre un ambiente de confianza. Dicen que comprenden que desde que el Señor me encargó esa Iglesia una pesada cruz va sobre mis hombros y me animan a llevarla con valor cristiano. Conocen la situación, mencionan allí el asesinato de mis sacerdotes, la persecución a las comunidades, conocen de verdad el ambiente. Me dicen que la línea que he emprendido es la verda­dera y me animan a seguirla, a que cuente con sus oraciones y las de sus pueblos y me ofrecen su solidaridad, su apoyo moral. En estos conceptos está, más o menos, un resumen de esa preciosa carta.

–El 20 de enero de 1979 asesi­naron al P. Octavio Ortiz, dénos una explicación.

–Generalmente uno de los modos de persecución es cometer la ofensa y luego tergiversarla en contra de la Iglesia. Lamentablemente las noticias que salen de El Salvador son las oficiales. Y muchas veces son mani­pulaciones de un hecho, a veces muy criminal, en contra de la misma Iglesia a la cual se ha ofendido. Por eso nosotros hemos puesto un Secre­tariado de Comunicación Social que tiene cuidado de emitir boletines y de investigar los hechos. Uno de los boletines describía este crimen del “Despertar”. El “Despertar” es una casa de retiros en las afueras de la ciudad. Ese fin de semana se celebraba allí una convivencia de jóve­nes para darles la primera iniciación cristiana. Se encontraba allá el P. Octavio con una treintena de muchachos. Pero el sábado a las 6 A.M. llegó hasta donde ellos un contingente militar con armas pesadas y una tanqueta que rompió el zaguán y comenzaron a disparar. El Padre sa­lió a ver qué pasaba y acto seguido le dispararon y lo mataron junto a otros cuatro jóvenes. Los demás mu­cha­chos fueron capturados y llevados a la prisión de la guardia donde decla­raron la verdad de los hechos. Este crimen fue presentado como un en­frentamiento, lo cual es completamente falso, porque dentro de la casa no había ningún arma. Un rifle que llevaron al juzgado era un rifle de plástico que los muchachos utilizaban para tirarse agua, una guitarra y otras cosas. Por tanto fue una grave equivocación el haber asaltado con tanta aparatosidad una agrupación pacífica de la Iglesia.

–Usted ha sido propuesto para el Premio Nobel de la Paz.

–Sí, es un gran honor. Me llegó una comunicación del Parlamento Inglés que me proponía como candidato a este premio para el próximo año. Esto se lo agradecí en forma muy sentida, pero les dije que habían personas con más méritos que yo para esto y que no pretendía llegar a conseguir ese premio. Además, les comuniqué que la sola postulación me había dado un respaldo moral muy grande. Ha sido así porque en torno a esa postulación del Parla­mento Inglés ha habido ya otras ins­tituciones que me han demostrado mucho su solidaridad. Esta postula­ción de por sí es un respaldo muy grande a la causa de la Iglesia. La línea de la Iglesia en defensa de la dignidad humana sale fortalecida.

–¿Cómo demuestra el pueblo salvadoreño sus simpatías con su causa?

–En primer lugar quisiera aclarar que la motivación de esa simpatía no se confundiera con una simpatía po­lítica. Porque muchos creen que esas muchedumbres que ahora acuerpan a la Iglesia lo hacen por oposición o por desahogo político. No descarto la posibilidad de que mucha gente vaya con esa intención, pero yo acla­ro en mi predicación que es netamente predicación del Evangelio. Mis homilías las transcribo y las estamos publicando. Son catequesis basadas en las lecturas bíblicas de cada domingo. El pueblo siente que en la predicación yo ilumino las rea­lidades concretas del país –como debe ser una homilía– mencionando los hechos concretos de la semana para animar lo bueno y denunciar lo malo. Es ahí donde encuentran una Iglesia que se encarna con las realidades del pueblo y que despierta las esperanzas en medio de estas cir­cunstancias. Creo que ahí están las razones de las simpatías que el pue­blo manifiesta hacia la Iglesia, hacia mi persona y también hacia los otros sacerdotes.

Los sacerdotes me dicen que hay más concurrencia a la misa de los domingos. Los seminarios están llenos de vocaciones, florecen también las comunidades a pesar de la persecución. Muchos huyen, naturalmente, ante la difamación y la persecución, pero hay más solidez en el que sigue al Señor. Dicen allá que en mi persona se manifiesta ese poder de convocatoria pues cuando indico alguna cosa que hay que celebrar la gente la secunda con bastante facilidad. Una de las notas típicas es la salida de la catedral los domingos. Yo acompaño a la gente a la puerta y allí nos despedimos. Aquello es una escena muy conmovedora, los apretones de mano, los abrazos de las viejitas y de la gente humilde. Hasta algunas limosnas que dejan para las obras de la Iglesia.

Las palabras de aliento de los hombres: “Siga adelante”, “le agra­decemos”… Cuando voy a los pue­blitos humildes, canto­nes decimos allá, encuentro allí pal­meras, flores, cohetes, toda la alegría de la gente que siente que ha llegado alguien que las comprende.

Todas estas manifestaciones no me llenan de vanidad, al contrario, me hacen sentir más responsable de una Iglesia que de veras tiene que ir acompañando a ese pueblo y trato de responder con una mayor fidelidad al Evan­gelio y al pueblo mismo.

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