Nuestro artículo dominical llegará a los queridos lectores de Camino faltando apenas cuatro días para la tradicional celebración de la noche buena y cinco para la conmemoración de la Natividad del Señor. Imposible, por tanto, no enmarcar algunas líneas reflexivas centradas en la peculiar significación humana y espiritual de esta época tan singular del año.
Pensar y sentir a fondo la navidad es acercarse a ese misterio insondable de la apuesta de Dios por nosotros. Noticia que alegra y sobrecoge. Que nos desafía a la par que nos inunda de gozo y esperanza. A tanto ha llegado el amor de Dios por nosotros que para hacerse cercano, en su bondad infinita optó por encarnarse en nuestro mundo y no de cualquier forma, sino bajo la más sublime y humilde que mente humana pudo nunca imaginar: en la persona de un tierno y desvalido niño nacido en Belén circundado de pajas y animales.
Debo confesar que nunca me ha dejado indiferente el misterio de navidad, a pesar de que para no pocos, la misma no sea más que una ocasión esperada para dar rienda suelta al disfrute y el dispendio o la efímera e instintiva satisfacción de los sentidos. Navidad es celebrar el verdadero alcance de lo que para Dios significa la persona humana y sólo eso bastaría para que nos sintamos especialmente dichosos.
Pero, al propio tiempo, resulta imposible no reconocer que nos tocará celebrar estas navidades en un contexto muy singular de la historia humana. Bajo el azote inclemente de una pandemia inédita y terrible, que ha trastocado todos nuestros proyectos y nos ha obligado a redefinirnos y repensar mucho de los fundamentos sobre los que tradicionalmente fuimos cimentando nuestras vidas. De pronto, citando al célebre poeta uruguayo Mario Benedetti, “cuando creíamos tener todas las respuestas nos cambiaron todas las preguntas”.
Ya no somos ni seremos los mismos después del covid-19. Ahora somos más conscientes de que muchas de las cosas que más valen no tienen precio; que ningún bien material nos hace invulnerables; que un virus invisible y minúsculo puede poner de rodillas a la humanidad entera.
Pero la pandemia también ha desafiado nuestra creatividad y capacidad de reinventarnos; ha puesto a prueba nuestra actitud ante las situaciones de crisis; nos ha hecho salir de nuestra zona de confort y nos ha vuelto a recordar que crecer como seres humanos comporta afrontar la adversidad y que el dolor nos humaniza y despierta sentimientos de solidaridad y bondad; que siempre será posible un nuevo comienzo si estamos dispuestos a amar, a servir y ayudar a aquellos que más nos necesitan.
Que al sentarnos a la mesa o compartir en familia, oremos por tantos seres queridos que se nos han adelantado a la morada celestial lo mismo que por aquellos enfermos, tristes y desamparados que precisan de nuestra oración y nuestra mano tendida.
Por todo lo vivido y sufrido demos gracias a Dios desde el corazón. Así lo expresa una hermosa reflexión, de las tantas que en estos días circulan en las redes sociales y que en la ocasión no quiero dejar de compartir con los lectores de Camino, pues la misma nos da una medida de lo mucho que a diario recibimos y que no siempre valoramos en todo su significado:
“En el año de la muerte, estoy vivo. En el año de la enfermedad, estoy sano. En el año de la escasez he sido bendecido con pan en mi mesa. En el año de la caída, estoy de pie. En el año del temor, estoy confiado. En el año de los desastres, estoy seguro. Este ha sido un gran año. Tengo un gran DIOS. Cuando todo el mundo parece ir a la deriva, nuestra barca sigue aún su camino y no se ha hundido. Y no ha sido por nuestras fuerzas, sino solamente por su gracia. Gracias a Dios porque en este gran año sigo aquí, de pie, con salud y con toda la fe en que saldremos adelante”.
¡FELIZ NAVIDAD
PARA TODOS!
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