Pero no todo era seriedad en nuestra vida como Formadores. También pasaban cosas que nos hacían reír. ¡Cuántas cosas se le ocurren a un seminarista! Se podría escribir diez libros… De algunas me he enterado después que salí del Seminario.
Oí de unos que llegaron tarde, por la noche, y alcanzaron a ver al Rector, dando paseítos peripatéticos. Ni cortos ni perezosos evitaron la puerta, saltaron por otro lado, y se fueron al tendedero de ropa de deporte; se cambiaron de ropa, agarraron un rosario y le pasaron por el lado al Padre Rector, rezando devota y acompasadamente su santo Rosario.
Por varios días se oyó al Rector alabando a esos seminaristas tan piadosos, que rezaban a esas horas de la noche… Por supuesto, tan pronto rebasaron al Rector, fueron a recoger su ropa y a dejar los atuendos deportivos de que se valieron para allantar al superior.
También supe del refinamiento de algunos métodos empleados, como aquel que, en un retiro, quería meterle miedo a uno que temblaba (y tiembla con los muertos). Le dijeron que precisamente en la habitación que le había tocado, se alojaba una persona conocida por todos, que había fallecido recientemente. Luego se valieron de alguien que le sustrajera la llave y, una noche, se cubrió uno de ellos con una sábana, se echó al cuello un rosario lumínico, pero antes de entrar a la habitación del seminarista medroso, ¡puso a enfriar una de sus manos en la nevera, para que fuera más real! Los gritos llegaban al cielo. Lo oyó una de las mujeres de la cocina y quiso saber qué pasaba, pero Doña Micaela, de mayor edad y experiencia, la detuvo de inmediato agarrándola por el brazo: “Son cosas de padres”, le dijo. (¿Alguien recuerda la casa de retiro de las Mercedarias en Nigua?).
Un profesor ponía exámenes de desarrollo que los seminaristas encontraban muy largos (el que no le escribe mucho, no saca buena nota, decían). Algunos suponían que el profesor no leía todos los exámenes, y uno se dispuso a comprobarlo. Copió, en medio del desarrollo del examen, las letras completas de una larga canción popular, y luego siguió con su tema. Dicen que el profesor ni siquiera tarareó la canción… Y el seminarista dio por segura su sospecha.
Una gracia pesada fue la que me hicieron con mi bicicleta. Yo era Formador de tercero de teología, y se me ocurrió tomar prestada una bicicleta de mi hermano Martín Alejo, para dar paseítos por el patio del Seminario. Por supuesto que no podía prestarla a tantos seminaristas; recuérdese que ya en el Seminario Menor hice que papá dejara la suya al frente, y que no la llevara al Seminario, pues se la desbarataban los seminaristas.
Pues un buen día fue un seminarista a tomarla prestada; yo la tenía en el pasillo, con una cadena, porque no cabía dentro de la habitación. El seminarista sabía que yo no la prestaba, pero de todos modos fue, y hasta se sorprendió de que se la negara. “¿Y qué voy a decir a mis compañeros, que me están esperando?” Repliqué: “Diles que no te la presté.”
Se suponía que ahí debía quedar la cosa, pero no fue así. Se fueron todos, pues iniciaba el verano. Yo, que tenía que podrirme corrigiendo exámenes, pensé: “Primero iré a dar una vuelta en la bicicleta”.
Me vestí y, al salir de la habitación vi que no estaba en su lugar. Pensé: “Otra broma”. Y comencé a buscar ingenuamente por las habitaciones contiguas, luego por el piso superior… En ninguna parte estaba. Me fui a caminar a pie. Después de terminar todo en el Seminario, me fui a mi casa a Licey. Cuando volví, tiempo después, me dijeron las damas de la cocina que habían encontrado la bicicleta. Estaba escondida entre unos matorrales y las mujeres, que buscaban hojas para hacer un té, vieron que asomaba algo y era parte del timón.
Me la entregaron y la guardé nuevamente en su lugar.
Nunca supe quién lo hizo (y tampoco lo pregunté). Solo que hay un seminarista de ese tiempo, ya sacerdote (incluso escaso de pelo en la cabeza), que solo hace verme y estalla la risa, como si viera un chiste en dos patas. Pero él nunca me ha dicho nada de esto, ni yo se lo preguntaré.
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