Primer Curso para Formadores de América Latina

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En 1980 (3 de agosto – 28 de noviembre), fui enviado, junto al Padre Benito Ángeles, a hacer el primer curso para Formadores de Clero de América Latina, del CELAM. Se llevó a cabo en el Semi­nario Mayor de Medellín, Colombia.

Por algún motivo, tuve que viajar solo. El vuelo a Medellín tenía escala en Pa­namá; llegué temprano en la mañana, y el siguiente vuelo era bien entrada la tarde. Guardé mi equipaje en el aeropuerto de Tocumen, y me fui a una parada de gua­guas, para ir a visitar  Ciu­dad de Panamá. Como nunca había estado en Panamá, me acerqué a un joven y le pregunté si esas guaguas entraban a la Capital. El joven estaba vestido de negro y tenía un diente recubierto de oro, con una abertura en for­ma de estrella por donde asomaba el blanco del dien­te. Me dijo que sí, que eran las guaguas de la Capital. Resultó que era un militar de día libre, me dijo que si yo quería, podía acompañarme a conocer la ciudad, pero de­bía detenerse en la Caja de Ahorro (pequeño banco), an­tes de llegar a la ciudad. Le dije que me parecía bien. Después de detenerse en la Caja, visitamos varios puntos de la ciudad, incluido el centro, por supuesto; luego fuimos hasta las proximida­des del Canal de Panamá. Al frente se alcanzaba a ver una pequeña isla, cuyo nombre es Taboga (que creo se mencionaba mucho en una sal­sa). Caminamos luego por el barrio llamado Chorrillo, me brindó una cerveza del país, comimos algo y luego yo tomé el autobús de regreso al aeropuerto. Estos autobuses me recordaron los de Haití, por los muchos colores vivos. Dentro de ellos, no paraba la música tropical, sobre todo creo que casi exclusivamente salsa.

Por supuesto, la llegada a Medellín era impresionante: el avión pasaba casi rasando los techos y, de inmediato se lanzaba hacia tierra; enton­ces se estremecía de arriba abajo, como frenando para no sobrepasar el aeropuerto. El mismo en que se accidentó Gardel. Poco tiempo des­pués supe que fue cerrado y construido en las afueras de Medellín.

Cuando llegué al Semi­nario Mayor de Medellín, en donde sería el curso, y dije que había estado en Cho­rrillo, Ciudad de Panamá, me invitaron a que me revi­sara a ver si traía las medias puestas, pues la fama era que en Chorrillo las robaban sin quitar los zapatos.  Pero yo andaba acompañado de un guardia… Este fue el barrio que, según tengo entendido, quedó casi demolido cuando la invasión norteamericana para capturar a Noriega (1989).

Me acuerdo que esta ex­periencia de Panamá me hizo pensar en la idiosincrasia de muchos de nuestros pueblos: hospitalarios, aco­gedores. Ese humilde hijo del pueblo no me conocía, pero me trató como a un fa­miliar. Quedé muy agradecido de él (incluso escribí su nombre en algún cuaderno perdido); y di las gracias a Dios por ser latinoamericano.

A la mitad del curso hubo unos días que Benito y yo aprovechamos para ir a las zonas indígenas de la costa occidental de Colombia. Mientras los demás participantes se fueron a Bogotá, Cartagena, etc., los dos do­minicanos nos fuimos a ver indios. Así somos. Añora­mos (quizá románticamente) lo indígena. De Medellín a Cali, de Cali a Buenaventura (unas 22 horas de viaje en autobús; salió un poco más largo porque debimos espe­rar bastante, debido a un de­rrumbe o a un retén militar, según decían; en realidad no supimos de que se trató, ade­más era de noche). De Bue­naventura seguimos hacia El Chocó; viajó con nosotros la Hna. María Luisa Picón, su­periora general de la Com­pañía Misionera del Sagrado Corazón, quien iba a visitar sus Hermanas de Docordó (tenían casas también en Medellín y en Buenaven­tura). Nos alojamos en la casa de los misioneros en Docordó, un poblado mitad negro (de un lado del río) y mitad indígena (al otro lado). Los negros, ya mula­tos en su mayoría, descienden de escla­vos alzados a los montes; los indios son los Uaunana, conocidos como cholos, que habitan toda esa banda, hasta Pana­má. Desde Docor­dó visitamos otros po­blados, que aquí llaman Ca­ñadas. A todas partes se llega por el río; apenas hay otras vías que no sean las fluviales. In­cluso usaban el río para transportar troncos de madera; por las tardes, en pleamar, el río iba en dos direcciones; por la de la iz­quierda, la del mar, subía gran cantidad de troncos. Visitamos también la Caña­da de Togoromá, y creo que alguna más. Conservamos fotos tomadas en su mayoría por el Padre Saúl, que fue nuestro anfitrión. También compartimos con las herma­nas misioneras españolas que residen en Docordó. De las religiosas españolas sólo recuerdo especialmente a Sor Pilar Plá Font (más catalana no podía ser), que era la de más edad. Como recuerdo de ella tengo un hermoso bastón ceremonial de los in­dios, que me hice regalar (se lo cambié por uno más rústico que me habían dado), y varias cartas que me escri­bió. Estas hermanas, así co­mo los sacerdotes, hacían un trabajo admirable tanto entre los indios como entre los ne­gros. Entre los habitantes del lado de los negros escuché por primera vez el santo que dice: Cielo y tierra pasarán, mas su palabra no pasará… No, no, no, no, no pasará…

En esos días andaban mi­sionando por esos lados (por las “cañadas”) un misionero sacerdote, algo corpulento (dijeron que era de la Reno­vación Carismática), acompañado de una religiosa fran­cesa, de Bretaña, para mayor exactitud; delante de ella bromeaban respecto a que los bretones tienen la cabeza dura. Por supuesto, la broma iba también por mi apellido. Apenas los vi un instante, pues solo se detuvieron en Docordó para abordar otra canoa, hacia no recuerdo qué lugar.

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