con el Padre Frank De Waele
Monseñor Freddy Bretón Martínez • Arzobispo Metropolitano de Santiago de los Caballeros
Ya en el Seminario Mayor, en el verano de 1972, –con permiso de Mons. Roque Adames, mi obispo– fui a las afueras de Barahona, a la parroquia del Padre Frank De Waele, cicm, en compañía de Abercio González Vanderlinder. Residíamos en la casa del Padre, en El Peñón, y desde ahí visitábamos Fundación, Pescadería, Jaquimeyes, Palo Alto, Batey Altagracia… Era algo bastante nuevo para mí. Ni siquiera había oído hablar de bacá, por ejemplo, y ahora entraba en contacto con todo esto. Abercio y yo escribimos un pequeño artículo sobre esta experiencia, para la revista de CEPAE, que hace poco me dijo haberlo leído en ese tiempo el Padre Romain Mouton, cicm. Íbamos por las comunidades entrevistando personas, sobre todo mayores, para conocer algo de la historia de dichas comunidades. Fue una experiencia muy enriquecedora. Por primera vez oí nombrar a Leoncio Blanco, comandante de Barahona en el 1933; respecto a él nos dijo una anciana que lo conoció: “era un hombre eléctrico”. La profesora Marina (Mara), que inició su magisterio en 1926, nos explicó que en 1933 se celebró una revista (concentración política multitudinaria) en Duvergé. Llegaron Trujillo y Leoncio Blanco, y la gente, en vez de decir viva Trujillo, dijo viva Leoncio Blanco. Y ahí comenzó la desgracia del reconocido militar.
Según nos dijo la profesora, éste fue trasladado a Santiago, y finalmente asesinado. Notamos que en esa zona de Barahona, toda la gente de ese tiempo lo recordaba y hablaba de él.
En Jaquimeyes entrevistamos a Bangé, un señor mayor que estuvo presente en la revista de Duvergé. Nos dijo que Blanco “hacía política contra Trujillo”. Todo el que se ponía de parte de Blanco era amigo suyo; incluso un hombre que fue sorprendido fabricando pólvora en Jaquimeyes. El coronel Blanco lo perdonó con estas palabras: “Sigue haciendo pólvora, que puede ser que yo necesite dos o tres barriles”.
Pero ahora sé un poco más acerca de Leoncio Blanco. José Almoina señala en su libro Una Satrapía en el Caribe que el Coronel del Ejército Nacional Leoncio Blanco (Blanquito) era el cabecilla del primer gran movimiento para derribar a Trujillo, y contaba con el apoyo de personas connotadas. Fue hecho prisionero y torturado durante más de dos meses en Nigua, y luego ahorcado en el mismo lugar (Santo Domingo 1999. Pp. 108-111. También se refiere a él Juan Daniel Balcácer en Trujillo, el tiranicidio de 1961, Santo Domingo 2008, 86-87).
Un domingo decidimos Abercio y yo llegar hasta Cristóbal, caminando por detrás de la Laguna Rincón (que algunos llaman de Cabral). No teníamos ni idea de la distancia. Comimos y echamos a andar. Hacía de guía Alfredo, un joven de la misma comunidad. Caminamos y caminamos, y solo había monte y agua. En un momento subí a la loma, a ver si se divisaba Cristóbal, al otro lado. Pero solo se veía agua. La brisa era fuerte en la cima y, para completar, como la llegada a la misma era escarpada y cubierta de yerba, no encontraba el lugar por el que había subido. Los dos me veían desde abajo con preocupación. Más adelante vimos unos caminos y dijimos: por aquí es. Pero solo llevaban hacia las carboneras, y ahí terminaban. Después oímos chivos y dijimos: ¡Viva Dios! Pero eran chivos cimarrones en los montes. El durísimo sol del verano sureño nos estaba acabando; es la única vez en mi vida que me pregunté cuánto soporta un ser humano sin beber agua. Mientras tanto, el guía venía detrás, arrastrando unos zapatones sin cordones. Por fin encontramos unos hombres en sus conucos, y nos orientaron.
Llegamos a Cristóbal, y Alfredo nos llevó a casa de unos parientes. Bebimos agua fría, una cerveza y el más delicioso moro frío de guandules que paladar alguno haya saboreado. De ahí salimos a buscar transporte, y pagamos una bola en camioneta, hasta Cabral, al Centro de Promoción, en donde encontramos a la madre del seminarista Julio Acosta (Julín), Doña Ozema, quien se alegró mucho al saber que éramos compañeros de su hijo. Al amanecer salimos hacia El Peñón. En el camino bebimos mabí de cacheo (una palmera), que nunca más he encontrado.
Cuando llegamos a El Peñon, hacia media mañana, ya Francia Araujo se disponía a tocar las campanas de la iglesia para salir hacia la laguna, a buscarnos. Pues resulta que hasta personas nativas del lugar se habían extraviado y ahogado en ella. Entonces lo supimos.
Cuando asistí por un tiempo como administrador apostólico de la Diócesis de Barahona (de octubre del 2005 hasta junio del 2006), encontré varias personas de las que conocí en 1972, como la profesora Elena, que se mantiene siendo fiel hija de la Iglesia. Algunos, como Aladino (líder comunitario de Jaquimeyes) y el profesor Ramón Caraballo (de El Peñón), habían fallecido. Siempre recuerdo con cariño al querido Padre Frank (en Bélgica, desde hace muchos años), a Francia Araujo, al profesor Orlando Mancebo, a Alfredo Melo (quien después estudió magisterio en Licey y visitó mi casa, a cuyos padres saludé ahora en El Peñón), y a tantas personas a quienes traté en ese tiempo.
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