Este es el día del Señor. Este es el tiempo de la misericordia, cantamos frecuentemente en la Iglesia. Pero también rezamos con el Salmo 56: “Misericordia, Dios mío, misericordia, que mi alma se refugia en ti; me refugio a las sombras de tus alas, mientras pasa la calamidad”. De un lado, alabamos la misericordia de Dios para con su pueblo y, del otro lado, la suplicamos, porque la necesitamos en tiempos de Covid-19 y siempre y todo esto nos une con alegría inmensa a la celebración del Jubileo de la Misericordia al cual nos convocó el Papa Francisco y que se extendió durante todo el año 2016.
Tan imbuidos estamos en el tema del Covid-19 que ni siquiera nos dimos cuenta que el Equinoccio de Primavera del 2020 había ganado la carrera, al llegar más temprano que en los últimos 124 años, cuando saludó al mundo el pasado 19 de marzo, día de San José Obrero. ¡Enhorabuena! Y entonces sólo los oídos más finos escucharon el cantar del ruiseñor; los ojos más atentos vieron el reverdecer de los árboles y el color esperanza; los olfatos más delicados se percataron del perfume de los jardines, mientras que rápidamente a otros la alergia les recordó el cambio de estación.
La Generación Z ya inventa cómo sorprendernos, desde el encierro, en su mocedad primaveral; los Middle-age (mediana edad) empezaron a tararear junto a Joaquín Sabina: “Quién me ha robado el mes de abril”; los gurúes de la economía hacen malabares para mantener las bolsas de valores en alzas y los sacerdotes en el templo, ataviados con alba y estola, tratan de entender y, a la vez, explicar al mundo, a poco tiempo de cumplirse los 10 siglos de la Reforma Gregoriana, iniciada precisamente en la Semana Santa del 1074, cómo se puede vivir esta Semana Santa sin asistir a sus ritos y ceremonias. ¿Cambio de época?
Y apareció la figura carismática del Papa Francisco, como cuando san Juan XXIII, con la Plaza abarrotada de personas, subía la misma escalinata para dar solemne inicio al cuasi sexagenario Concilio Vaticano II (1962), pero esta vez como jamás nadie había visto un Papa caminar por ella: en absoluta soledad, como a quien no le pesan sus 84 años, sino el sufrimiento de la humanidad, hasta alcanzar el vetusto Cristo a quien la lluvia, cada vez más intensa, le regaló sus lágrimas: lágrimas de dolor, vida y esperanza.
Las escenas paralelas eran mágicas: Jesús, después de llorar a su amigo Lázaro y, con todo el pueblo a la expectativa, le dijo a Marta: “Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá” (Jn 11,1-44); el Papa solo en medio de la Plaza, al atardecer, con los “ojos” de las cámaras que seguían cada movimiento y cada paso, con más preguntas que respuestas, en una magistral ceremonia de profunda espiritualidad para completar la bendición “Urbi et orbi”. El Cristo sigue siendo el protagonista ayer, hoy y siempre (Heb 13,8).
Ante una Plaza San Pedro, que parece ser demasiado grande para un disminuido anciano, pero con voz firme, imaginando tener en frente las 300 mil personas que puede albergar su perímetro, pero sabiendo que su voz resuena en el mundo entero, se le escuchaba decir: “Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. Nos encontramos asustados y perdidos.
Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió́ una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. En esta barca, estamos todos”.
En la dramática descripción hecha por el Papa argentino de la situación que vive el mundo, sus palabras más que narrar desgracia y desolación, son para alimentar la fe y la esperanza y no debían quedar rodando por el pavimento, cual hojas arrastradas por el viento de un otoño gris romano. Desde el centro del cristianismo se eleva la figura, el liderazgo y la espiritualidad del Papa y se sitúa por encima de religiones, economías, fronteras y los millones de techos que alojan la humanidad escondida ante el paso de tan brutal amenazador y, previo al solemne silencio que habló al mundo de la necesidad de escuchar a Dios, el representante de Pedro, dijo: “Abrazar su Cruz [de Cristo] es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que solo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad”.
Definitivamente la sinfonía divina estaba presente: Música, Palabra, campanas, incienso, viento, Cristo, tristeza, esperanza, fe y, mirando el rostro austero del Obispo de Roma y del hecho de que el Altar para la adoración eucarística fue colocado precisamente al ingreso de la Basílica San Pedro, me vino a la memoria la profecía de Joel 2,17-18: “Y entre el pórtico y el Altar lloren los sacerdotes, ministros de Dios y digan: ´¡Perdona, Yahveh, a tu pueblo, y no entregues tu heredad al oprobio, a la irrisión de las naciones! ¿Por qué se ha de decir entre los pueblos: ¿Dónde está tu Dios? y Yahveh se llenó de celo por su tierra, y tuvo piedad de su pueblo´”, entonces podemos volver a recordar: es primavera, es Pascua, cantemos el Aleluya, él ha resucitado, él es nuestra salvación.
Si una tumba no pudo retener su cuerpo inerte, un virus no será capaz de enfermar la fe y nuestra esperanza.
Y por eso cantamos a todo pulmón a esta primavera de misericordia entre nosotros: “¡El Señor resucitó, Aleluya, y vive entre nosotros, Aleluya!”. Y el mundo se llenó de solidaridad y amor: y todos enjugamos las lágrimas amargas de Pedro (Lc 22,62), le volvió la sonrisa a los rostros de las María enfrente a “donde habían puesto a Jesús” (Jn 20,1), el jovenzuelo Juan le dio unas palmadas en las espaldas a Pedro para que retomara el aliento y pudiera entrar primero al sepulcro vacío (Jn 20,4); los Discípulos ya descansan después de haber hecho el recorrido trotando desde Emaús hasta Jerusalén (Lc 24,33) y desde los balcones, las casas, los barrios, comunidades y vecindades todos unimos nuestras voces al himno de esta cuarentena que nos ha regalado el Grupo La Oreja de Van Gogh, cargando nuestras energías, cada día que pasa, aún más desgastadas:
“Volveremos a juntarnos. Volveremos a brindar.
Un café queda pendiente en nuestro bar.
Romperemos ese metro
de distancia entre tú y yo.
Ya no habrá una pantalla entre los dos”.
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