El ADN de Dios

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Aparecen en el Evangelio de este domingo tres expresiones que podríamos catalogar como escandalosas, esto es, que le mueven el piso incluso al más convencido de los creyentes. Son estas: “No ha­gan frente al que les agravia”; “ama a tu enemigo y reza por él”; “sean perfectos como el Padre del cielo es perfecto”. Así concluye Jesús la parte del Sermón de la Montaña correspondiente a la rela­ción con los otros, cuya primera parte leímos la semana pasada. Exigencias verdaderamente pasmosas.

Estas tres exigencias están a la par de aquellas de la semana pasada donde se decía al discípulo que se saque el ojo o se corte la mano si estos son la causa de que no se viva de acuerdo a las enseñanzas contenidas en las bienaventuranzas. El culmen de todas estas exigencias es la perfección divina, hacia la que debe apuntar el discí­pulo oyente de la Palabra.

En efecto, así concluye esta sección del discurso: sean perfectos como lo es el Padre del cielo. Perfección, santidad y misericordia. Son tres expresiones que se entrecruzan a lo largo de la Sagra­da Escritura. Todas ellas apuntan al sueño de Dios sobre el hombre, al proyecto humano que Dios ha soñado: ser imagen y semejanza de Dios. Esto es, llegar a la confi­guración con Él. En otras palabras: llegar a tener su mismo ADN. Cuando esto ocurra habremos alcanzado nuestra filiación divina. No olvidemos que el hijo tiene el mismo ADN que su padre.

En el Evangelio de este día Jesús expone tres acciones muy concretas para hacer vida todo esto. La primera acción consiste en poner la otra mejilla cuando se es golpeado. Es una forma de des­armar al violento, él no esperaría esa reacción, se sentiría interpelado y podría ser la ocasión para que cambie su manera de proceder. La segunda acción es darle también el manto a quien pretende quedarse con la túnica ajena. Esto podría provocar que el avaro que quiere dejar desnudo al deudor se sienta conmovido y cambie de parecer. El tercer caso propuesto por el Maestro es aquel en el que exhorta a caminar dos millas cuando se nos obliga a caminar solo una. La persona se revela, así, como un ser libre, capaz de ir más allá de lo mandado. Son estas tres formas concretas de afrontar el mal que el otro quiere infringirme.

Luego viene aquello de rezar por los enemigos. Aquí es bueno tener en cuenta que una cosa es yo considerar al otro “mi enemigo” o sentir que él me considera a mí como tal. Al rezar por los enemigos aguardamos la esperanza de que en su vida se realice un profundo cambio, que alcance la paz consigo mismo. Además de que rezando por el enemigo escapo a la tentación de caer en el rol de víctima.

Finalmente, la perfección a la que llama Jesús en el texto no se refiere tanto a la perfección moral cuanto al hecho de alcanzar la pro­pia “completud”. Ya hemos dicho más arriba que estaremos completos, que seremos hijos de Dios (meta del ser humano), cuando hayamos alcanzado la “configura­ción genética (el ADN) de nuestro Padre. No ha de extrañar, por lo tanto, que el evangelista Lucas haya cambiado el “ser perfectos” por “ser misericordiosos” como el Padre del cielo. El “mapa genético” de Dios es la misericordia. Quien sea hijo suyo deberá tener ese mismo ADN.

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