Algo que nos había conmovido mucho fue el asesinato de cinco jóvenes del Club Héctor J. Díaz, del Barrio 27 de Febrero, el 9 de octubre de 1971. Todos estos hechos hacían mella en nuestra sensibilidad. En ciertas ocasiones tuvimos que proteger a algunos jóvenes en el Seminario. Era un atrevimiento de nuestra parte, pero lo hicimos; sólo recuerdo uno delgado y algo pálido. Le llevábamos la comida del comedor, como para un seminarista que estuviera fuera a esa hora.
El entusiasmo con que lo hacíamos era tal, que éramos capaces de darle hasta nuestra propia ración, si tal hubiera sido el caso. Yo nunca tuve parte en la decisión de aceptar a algún refugiado, pero los atendí. Me lo planteaba de la siguiente manera: tenemos que salvar vidas; ahora son izquierdistas (al menos supuestos), pero si fueran del gobierno, también los salvaría.
En ese tiempo fueron acogidas varias personas en casas de la Iglesia. Recuerdo uno que estuvo refugiado en la casa curial del INVI (Carretera Sánchez, km. 10 ½; lo vi en ese lugar y lo conozco bien, pero no me siento autorizado a revelar su nombre. Sí puedo decir que así sucedió con Claudio Caamaño, como él siempre lo reconoce. Mons. Polanco Brito lo recogió por los lados del hotel Embajador y lo llevó a lo que entonces era el Seminario Menor (a partir de 1978 es Seminario Mayor), en la Ave. Sarasota con Núñez de Cáceres. Mons. Polanco lo entregó al Padre Juan Severino, con el encargo de que Claudio permaneciera encerrado en la habitación, pues no debía ser visto por nadie, y que sería llamado Padre José; así, la comida era para el Padre José, que estaba en retiro espiritual. El mismo Mons. Polanco lo recogería luego –supongo que para llevarlo a la embajada mexicana, en donde se asiló el 16 de abril de 1973. (El seudónimo de Padre José le serviría luego a Mons. Severino para deshacerse fácilmente de los que, a cada paso, decían ser Claudio Caamaño para solicitar ayuda económica).
A mí mismo, siendo ya obispo de Baní, me llamó alguien que decía ser secretario de Claudio Caamaño; me pasó a Claudio (a menudo era la misma persona con otra voz), y éste quería dinero para llevar unos camaradas a Cuba, por motivos de salud. Lo dejé hablar un poco y, al notar varias incoherencias, lo mandé a paseo. Lo mismo hacían con el Padre Severino; cuando le pasaban a Claudio, el Padre Severino lo saludaba efusivamente: ¡Padre José!, como saludaba a Claudio después del suceso de la Sarasota. Como se trataba ahora de impostores, se quedaban boquiabiertos y no sabían qué responder. Así terminaba abruptamente el engaño.
No he dicho aún, que cuando comenzaron a aparecer en la prensa escrita (creo que en Última Hora) fotos de botas y ropa militar y el hombre viene, o algo así (luego se dijo que fue pura coincidencia), y corrió el rumor de que Francisco Alberto Caamaño estaba en el país, alguien se encargó de asegurarnos que no eran rumores, que era verdad que Caamaño estaba en territorio dominicano, y que –cuando la lucha armada llegara a la ciudad– se esperaba de nosotros que ayudáramos con los primeros auxilios. Yo me asombré al oír esto. Era febrero del 1973. Esa noche, en plena oscuridad, nos apiñamos algunos seminaristas en el centro del pley (campo de béisbol) Cardenal Spelmann, del Seminario (ahora es una urbanización, al Oeste del Recinto Santo Tomás de Aquino, de la PUCMM). Ahí se nos dio la noticia que acabo de referir. Yo tomé la palabra y dije: “Llegó Caamaño, ¿y qué?” Me cayeron como pavos, a picotazos. “Eso no se pregunta… Esta no es la hora de preguntar eso…”. Y es que nunca me ha gustado tragarme las cosas enteras, al menos las humanas.
En aquel momento me salió lo que de crítico he tenido siempre. Además, yo no había hecho compromiso con nadie; parece que alguien sí lo había hecho a nombre de nosotros. Después sucedió lo que sabemos. La empresa terminó heroica y tristemente, con pérdida de vidas valiosas para la patria.
Creo que en este tiempo, mucha gente de dentro y de fuera de la Iglesia tenía en la cabeza como una especie de fatalismo o determinismo en lo social y político: le tocaba el turno al marxismo, y nadie podía detenerlo.
Las contradicciones de la sociedad así lo indicaban; bastaba con atizar un poco el fogón de la lucha de clases. Un compañero sacerdote me diría un día: “¿y si el pueblo opta por el marxismo?”, queriendo decir que había que abrazarse a lo que el pueblo eligiera. No recuerdo las palabras de mi respuesta, pero la idea era que yo tenía mis criterios. Tal como lo entiendo, ante estos temas tan graves no cabe pasividad ni determinismo ni en un sentido ni en otro.
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