La difícil y necesaria tarea de construir la paz en un mundo convulso

1
457

 

La muerte de la máxima figura militar y de la inteligencia iraní, el General Qasem Soleimani, el pasado 3 de enero del presente año 2020, por parte de drones no tripulados del ejército norteamericano, así como los discursos, actitudes y actos de beligerancia que en días previos fue­ron abonando el terreno a tan fatídico desenlace, sitúa nueva vez nuestra mirada en una de los temas más preocupantes y recurrentes que forman parte de la agenda internacio­nal, tal cual es el de las grandes amenazas a la paz y a la seguridad internacional y la necesaria como inapla­zable responsabilidad a la que todos hemos de sentirnos convocados de aportar nuestro concurso para la ­cons­trucción de un mundo más humano y habitable.

Y es que construir la paz, como concuerdan muchos pensadores, ha sido siempre más difícil que hacer la guerra. Parecería, como planteara en su día Sigmund Freud, que late en los seres humanos una especie de instinto o “pulsión de muerte”, que nos lleva permanentemente al conflicto; a bloquear continuamente los caminos que conducen al entendi­miento y la convivencia civilizada; a hacer valer, en actitud imprudente y soberbia, la razón de la fuerza antes que la fuerza de la razón.

Muchos y de profundo alcance son los factores que explican la gran incertidumbre e inestabilidad mun­dial en que actualmente nos encontramos y sería ingenuo como irres­ponsable simplificarlos. Es una historia larga de abusos de poder, desmanes imperiales, sojuzgamiento y humillación. Acciones injustas y violentas que se han perpetuado en nombre de determinados ideales y convicciones supremacistas gene­rando una densa y penosa estela de sufrimiento, destrucción y muerte.

Sin esta necesaria contextuali­za­ción, resultaría imposible explicar fenómenos como el terrorismo, con su saldo terrible de dolor y destrucción, resultado, en gran medida, del terrorismo de estado que durante ­siglos ha pretendido imponerse en nombre de la libertad y la democracia.

Pretender exportar determinados valores civilizatorios, imponerlos a ultranza sin respeto alguno por la identidad y las tradiciones de cultu­ras milenarias y, muy especialmente, pretender apropiarse de los recursos estratégicos de determinados países bajo el pretexto de que suponen una amenaza para la paz mundial, todo ello constituye el caldo de cultivo en que se fragua la densa y pesada atmósfera de inestabilidad e incertidumbre en que hoy se debate nues­tro mundo.

Ante tan complejo panorama, la pregunta se torna desafiante e inevi­table: ¿qué podemos hacer como se­res humanos y como cristianos? ¿Acep­tar pasivamente y en actitud resignada la instauración de la violencia; ¿convertirnos en meros espec­tadores de un trágico drama que, a pesar de la ubicuidad de los medios de comunicación y las redes sociales, parece estar a mucha distancia de nosotros?

Sería, sin duda, la actitud más in­genua, fácil y por qué no decirlo, irresponsable. No podemos ceder en la exigencia de responsabilidad a quienes tienen sobre sus hombros la responsabilidad de conducir los destinos del mundo. Cuando se es verdadero estadista, antes que en las próximas elecciones, se ha de pensar siempre “en las próximas generaciones”.

El 27 de octubre de 1962 pudo haber sido el día más peligroso de la humanidad. La cuestión era no permitir que la Unión Soviética, en ple­na guerra fría, emplazara armas nucleares en Cuba, a 145 kilómetros de los Estados Unidos. Llovían las presiones sobre el Presidente Ken­nedy para que adoptara una solución militar apelando a la fuerza del po­derío norteamericano. El mundo siempre recordará agradecido su gran estatura de estadista, al expresar en aquellas horas convulsas y sombrías: “lo que me preocupa no es el primer paso, sino que ambos lados escalemos hasta el cuarto y el quinto… Y no pasaremos al sexto, por­que no quedará nadie para hacerlo”.

Revisemos nuestras actitudes, controlemos nuestras emociones ne­gativas, procuremos mediar y llevar la paz a hogares y comunidades. ¡Con la fuerza y la luz de Dios, sea­mos constructores de paz!

1 COMENTARIO