Otro modo de decir la Navidad

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El propio Jesús nos dice que conviene que Él se vaya porque así podrá prepararnos sitio en la Casa del Padre

 

Todo lo que Dios tenía que decir lo dijo en Jesucristo. Él es la Pala­bra de Dios hecha carne. Es la for­ma como el evangelista Juan expo­ne el misterio de la Navidad. Es la tercera vez en dos semanas que se nos ofrece como Evangelio de la celebración eucarística (Navidad, Año Nuevo y este domingo). Si Mateo afirma que Jesús es “Dios con nosotros” (Emmanuel) y Lucas procura contarnos como sucedió tal acontecimiento, Juan nos habla de encarnación de Dios en cuanto Palabra. En Jesús Dios se dijo a sí mismo.

A veces se pronuncian muchas palabras y no se dice nada, otras veces no se encuentran palabras para decir todo lo que llevamos dentro. Con Dios no pasa lo mismo. Él, en vez de pronunciar muchas palabras ha preferido que su Pala­bra se encarne. De esa manera tampoco se queda en el silencio estéril, el que no puede decir nada porque no tiene nada qué decir.

Jesucristo es el discurso más elo­cuente que Dios podía pronunciar. No es un exceso de palabras, tampoco la ausencia de las mismas. Jesucristo es La Palabra (así con mayúsculas) a través de la cual Dios se ha dicho a sí mismo. “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”.

Fijémonos en el verbo “acampar”. Da la idea de algo provisional. Y es que, efectivamente, la encarnación de la Palabra de Dios es provisional en cuanto que el mundo no es su lugar definitivo. El propio Jesús en este mismo Evangelio nos dice que conviene que Él se vaya porque así podrá prepararnos sitio en la Casa del Padre. En la Encar­nación él se muda a nuestra tienda de campaña y en la Resurrección (As­censión) nos lleva a vivir con Él en la Casa del Padre. ¿Será que en el mundo solo estamos de vacacio­nes? Digamos que por lo menos, de paso.

Todas estas ideas aparecen o sub­yacen al Evangelio de este do­mingo. El evangelista extiende ante nosotros una especie de lienzo para que contemplemos allí plasmado el misterio de la Encarnación, que es lo mismo que decir el misterio de la Navidad. Se trata del prólogo a su Evangelio, en el que expresa su ma­nera particular de contemplar dicho misterio. En él se nos revela la profundidad de su experiencia cristiana y su gran densidad teológica.

Conceptos como luz, vida, gracia, verdad sobresalen en ese him­no. Son conceptos que luego se vuelven temas que el evangelista amplía o que el mismo Jesús desa­rrolla en sus discursos, a veces apli­cándoselos a sí mismo. El contrapunto será la fe del discípulo en cuanto acogida del Verbo encar­nado.

Para el evangelista Juan quienes acogen la Palabra son como los pastores o los magos de las narraciones de Lucas y de Mateo; quienes la re­chazan son los Herodes de esas mismas narraciones. Otro punto de contacto que nos hace pensar en el prólogo de Juan como el equivalente de los relatos de la infancia en aquellos dos evangelios sinópticos. No es de extrañar, entonces, que se nos ofrezca este texto en el segundo domingo de Navidad. Es un “vol­ver” a ese misterio desde otra pers­pectiva.

En el prólogo de Juan también aparece la figura del Bautista, al igual que en el Evangelio de la in­fancia lucana. Y aparece con la mis­ma connotación: para Juan el evangelista el Bautista no es la luz como para Lucas tampoco es el Mesías. El precursor mengua, como la llama de una vela, hasta apagarse; mientras que Jesús crece hasta convertirse en la Luz del mundo.

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