La promesa del Enmanuel

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“…nuestra propia historia como creyentes, puede ser leída como una historia de confianza, de abandono en las manos de Dios”

 

 

A la par de la noción de Alianza aparece siempre la de promesa. A Abraham, por ejemplo, Dios le pro­mete hacer de él una gran nación; darle un gran nombre; hacerlo fuente de bendición para el mundo. A Moisés, en continuidad con la alianza hecha con el primero de los patriarcas, le promete: “los constituiré en pueblo mío y seré su Dios” (Ex 6,7). Al renovarla con David, le promete establecer su reino como una dinastía eterna y perpetua, le promete que sus herederos ocupa­rán el trono y que considerará al he­redero como Su propio hijo (2Sm 7, 8-16).

Es característico de la promesa de Dios su estado de abertura permanente. Es una realidad revestida de plasticidad. Si bien es cierto que con la llegada de Jesús se cumplen las promesas veterotestamentarias (pensemos en la figura del Emma­nuel) no es menos cierto que el Es­píritu Santo sigue haciendo presente a Dios de múltiples maneras. El Espíritu sigue formando a Jesús en nosotros, tal como lo hizo con María. La promesa sigue siendo promesa hasta que veamos a Dios cara a cara.

Por otro lado, la promesa requie­re de una sólida confianza. Nunca la vemos cumplida del todo. Toda la historia de la salvación, lo mismo que nuestra propia historia como creyentes, puede ser leída como una historia de confianza, de abandono en las manos de Dios. La muerte es el último acto de confianza, el último gesto de abandono en las manos de Dios. Por eso nuestro abandono no es la rendición desesperada a las garras de la muerte, sino nuestra última respuesta a la llamada que nos hace Dios a vivir de esperanza. ¿Qué significa vivir de esperanza? Significa que tenemos fe en que Dios cumple sus promesas.

Cuando hablamos de las promesas hechas por Dios debemos recordar que Él no solo promete, sino que se compromete. No nos dice: “ya estás creado, arréglatelas como puedas”, sino que decide caminar a nuestro lado. Dicho compromiso llega a su punto culminante en la encarnación. El “puso su tienda entre nosotros”, es el equivalente joánico del Emmanuel (“Dios con nosotros”) mateano y del relato de lo ocurrido en Belén la noche de Navidad, según el evangelista Lucas.

En los tres casos se nos dice que Dios ha asumido nuestra condición mundana tal como es. La asumió al encarnarse, al formar parte de una familia humana, al poner su morada en el mundo. Al hacernos sus hijos. Primero se muda a nuestra casa y luego promete que nos trasladará a la suya: “No se turbe su corazón. Crean en Dios: crean también en mí. En la casa de mi Padre hay mu­chas mansiones; si no, se lo habría dicho; porque voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y les tomaré conmigo, para que donde esté yo estén también ustedes”. (Jn 14, 1-3).

Esta imagen de Dios echa por el suelo aquella otra según la cual él es un ser que, desde la lejanía, ob­serva y vigila el desenvolvimiento de los hombres arrojados en el escenario del mundo y de la historia. El Dios encarnado está metido dentro de nuestra realidad mundana, en nuestra casa. Con él podemos tener un trato inmediato y normal. Lo po­demos palpar en el rostro de un re­cién nacido, en el encuentro con el otro, en el disfrute de la naturaleza, en el cansancio de la vida… en la realidad de la muerte.

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