265 Los Padres de la Iglesia jamás consideran el trabajo como « opus servile », —como era considerado, en cambio, en la cultura de su tiempo—, sino siempre como «opus humanum», y tratan de honrarlo en todas sus expresiones. Mediante el trabajo, el hombre gobierna el mundo colaborando con Dios; junto a Él, es señor y realiza obras buenas para sí mismo y para los demás. El ocio perjudica el ser del hombre, mientras que la actividad es provechosa para su cuerpo y su espíritu.577 El cristiano está obligado a trabajar no sólo para ganarse el pan, sino también para atender al prójimo más pobre, a quien el Señor manda dar de comer, de beber, vestirlo, acogerlo, cuidarlo y acompañarlo (cf. Mt 25,35-36).578 Cada trabajador, afirma San Ambrosio, es la mano de Cristo que continúa creando y haciendo el bien.579
266 Con el trabajo y la laboriosidad, el hombre, partícipe del arte y de la sabiduría divina, embellece la creación, el cosmos ya ordenado por el Padre; 580 suscita las energías sociales y comunitarias que alimentan el bien común,581 en beneficio sobre todo de los más necesitados. El trabajo humano, orientado hacia la caridad, se convierte en medio de contemplación, se transforma en oración devota, en vigilante ascesis y en anhelante esperanza del día que no tiene ocaso. «En esta visión superior, el trabajo, castigo y al mismo tiempo premio de la actividad humana, comporta otra relación, esencialmente religiosa, que ha expresado felizmente la fórmula benedictina: ¡Ora et labora! El hecho religioso confiere al trabajo humano una espiritualidad animadora y redentora. Este parentesco entre trabajo y religión refleja la alianza misteriosa, pero real, que media entre el actuar humano y el providencial de Dios ».582
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