El tercer domingo de Adviento suele ser llamado “domingo de la alegría”. Algunos de los textos que la liturgia de la Palabra nos propone para este día recogen dicha temática. En esta ocasión es el profeta Isaías quien, en la primera lectura, nos trae “un tejido” de palabras que expresan la alegría que embargará al pueblo de Israel con motivo de su regreso del exilio; además del término “alegría” aparecen otros relacionados con ella, como son: “regocijo”, “festejo”, “júbilo”, “gozo”. Además de otras expresiones que dejan sentir que nos estamos moviendo en ese mismo campo semántico: “florecer”, “germinar”, “salvar”, “despegar”, “abrir”, “saltar”, “retornar”, etc. Todos ellos crean un ambiente de vida y esperanza que supera la aridez del desierto.
La mayoría de los verbos anteriormente citados aparecen, sobre todo al inicio del texto, en tiempo futuro. Nos ponen a mirar hacia delante. El profeta puede adelantarse a su concreción porque desde la fe lee la historia de su pueblo y descubre que Dios nunca los ha abandonado. Sabe que la esperanza se construye con la memoria del pasado.
Cuando el profeta hace memoria de lo que Dios ha hecho en el pasado con su pueblo (la salida de Egipto, por ejemplo) tiene la confianza de que algo maravilloso podría ocurrir nuevamente. Ahora bien, no todo depende solo de Dios. Los israelitas tendrán que ser fuertes y no temer. “Aquel que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, decía el gran san Agustín.
Con su mensaje, el profeta procura consolar y animar al pueblo que, viviendo en el exilio, ve su causa perdida. Es interesante notar cómo la renovación que anuncia el profeta afecta tanto la dimensión corporal (“manos débiles y rodillas vacilantes”) como la psicológica (“sean fuertes, no temas”). También la naturaleza se verá impactada por tal acontecimiento (“la estepa florecerá”).
Lo que el pueblo debe esperar es una explosión de vida que envolverá tanto la condición humana como la naturaleza en un derroche de gozo. Todo esto sucede porque, según el profeta, es el mismo Dios quien “viene en persona y les salvará”. La verdadera alegría siempre viene de Dios. Por eso afecta a todo el ser de la persona y no solo una parte de ella.
Notemos, entonces, que la verdadera alegría produce un ensanchamiento existencial, expande la vida y afecta la totalidad de la persona: tanto lo corporal como lo anímico-espiritual. Ese ensanchamiento se refleja en la recuperación de la vista por parte de los ciegos, la apertura de los oídos de los sordos y en los saltos que, como ciervo, da el que está físicamente impedido. Son precisamente los signos que Jesús, en el Evangelio de este día, manda a comunicar a Juan el Bautista como testimonio de su identidad.
De todo esto podemos sacar una consecuencia: “la Navidad no debería ser la fiesta de la alegría por decreto, sino por esperanza”. ¿No será la esperanza otro nombre de la alegría? Si respondemos afirmativamente, el domingo de la alegría no rompe con la esperanza en cuanto valor fundamental del Adviento, sino que la matiza. En efecto, una mi-rada esperanzada es la que pide el Adviento cuando nos acercamos al pesebre.
En Navidad no nos asomamos a contemplar al Niño con mirada miedosa, sino esperanzada. Con esa misma mirada que María y José lo contemplan buscando descubrir en él el lenguaje de Dios. ¡Qué distinto es ese lenguaje al de las vitrinas y escaparates de tiendas y centros comerciales! Estos últimos también atraen nuestra mirada, pero su lenguaje nada tiene que ver con la tierna sonrisa y la mirada inocente del recién nacido envuelto en pañales y acostado en un pesebre.
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