Seminario Mayor Santo Tomás de Aquino

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De mi grupo sólo alcanzaríamos el presbiterado Fausto Ramón Mejía Vallejo, Víctor Melquíades García Martínez y un servidor. Y, que yo sepa, luego serían ordenados Diáconos Permanentes Andrés Avelino Almánzar y Eduardo Sención, ambos en Nueva York.

A mí, campesino cibaeño, me chocaba el color tan rojo de la tierra capitaleña; estaba acostumbrado a ver tierra negra o, si acaso, algo amarilla. De todos modos, no veníamos a sembrar yuca mocana, sino a cultivar el espíritu. Para eso, el ambiente del Seminario era bueno: profesores, sacerdotes, hermanos, personal de apoyo, alumnos…

Por supuesto, ya andaba por ahí, desde 1948, Ramón Peguero, que entró para ser hermano y se hizo jardinero.

Emblemática era la figura del hermano Ocerin, en la recepción, con su amplificador. Nos llamaba por un sistema de bocinas ubicadas en el patio, que se escuchaban en todo el Seminario; es decir, todos escuchábamos los avisos de todos. “A veeeer… Francisco del Buey” (rara vez dijo del Bois); “A veeeer… Fulano de tal, la misma muchacha; tercera vez…”. “Timoteo González, Timoteo González: te busca una dama, con escasa vestimenta…”

Esto último fue que Timoteo asistió a un concierto de Sophy en la ciudad; se armó tremendo lío y la gente se abalanzó hacia la salida; todos, en el intento perdieron alguna prenda: un zapato, una peluca (estaban de moda), etc. Timoteo se encontró una peluca y una cartera de mujer y se las llevó al Seminario; como la cartera tenía la cédula y algún teléfono, llamó para que fueran a recogerla. Esta fue la joven, cuyo estilo sorprendió al pobre hermano Ocerin. Éste nos alegraba, pues siempre estaba de buen humor; sólo se apagaba un poco cuando perdía su equipo de fútbol en España. Escuchaba todos los partidos en su radio de bandas. Aun así, le atinaba a todo: “Lorenzo, entre apostolado y apostolado se divierte…”. Y a un jesuita de mal genio le dijo: “Te felicito, porque hiciste feliz a una mujer”. Se refería a que, al no casarse, una mujer se salvó de su mal genio; (pero esto no duraría para siempre, pues luego el cura se casó).

Un día llegó a la recepción una caja para un seminarista y, Manuel Matos, que estaba ahí en ese momento, se ofreció al hermano Ocerin para llevarla al destinatario. Resulta que era una caja llena de comestibles que le enviaban fijamente a ese seminarista, y Manuel lo sabía; y era noticia, además, que otras veces que había llegado la caja, su dueño no se mostró muy generoso en compartirla.

No bien subió Manuel al segundo piso (el dormitorio), nos hizo saber que había llegado la caja; y todos fuimos saliendo de las habitaciones como un enjambre. Manuel abrió la caja y le entramos a dos manos; yo sólo recuerdo unas bolas de tamarindo recubiertas de azúcar, que fueron bien castigadas por mí. Cuando finalmente el dueño –que había permanecido en su habitación, una de las últimas– cayó en cuenta de que se trataba de su caja, se lanzó al rescate, pero la mercan­cía había sido casi completamente diezmada.

Al llegar al Seminario Mayor traíamos algunas nociones de filosofía, pero esta era la hora de la verdad. Hacía quizá dos años que, como un efecto del Concilio Vaticano II, las clases y textos no eran ya en latín sino en castellano. Los cinco años del Menor solían llamarse de latín; era el tiempo de preparación para estudiar la filosofía y la teología, lo que se hacía siempre en latín.

En esta etapa, recuerdo mucho al padre José María Uranga, a Miguel Sáez, a los padres Carlos Benavides y Mateo Andrés (fallecido 7 de junio del 2008). Y otros jesui­tas.

¡Qué bien me hizo continuar estructurando la cabeza de modo que pensara con rigor, metódica y coherentemente! Llegar al punto de distinguir con cierta facilidad la paja del grano. Creo que la tendencia de mi familia a la disciplina en todo, (incluso en la puntualidad, perla escasísima por estos lares) y el rigor de la filosofía me han hecho bien. (No faltará quien piense que demasiado bien…).

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