Entrega No. 12
Algo fascinante de ese tiempo era para mí la biblioteca. Debe saberse que antes estudiábamos sin libros de texto. Los que se alfabetizaban lo hacían con alguna cartilla, que las más viejas eran mantillas, libros pobremente impresos. Se contaba de uno de nuestro vecindario a quien estaban alfabetizando con el sistema silábico; le decían: ga, ga; t-o, to, a fin de que él respondiera lo que corresponde, pero el hombre miraba la figura en el libro y decía: ¡perro! Pues eso le parecía lo que veía impreso. (Tampoco se descarta que fuera un poco torpe).
Es verdad lo que dice José Israel Cuello en su Prólogo a la edición de Taller (1986) de la Historia Gráfica de la República Dominicana, de José R. Estella y José Alloza Villagrasa. Algunos alumnos procuraban ser castigados para ser encerrados en la Dirección de la escuela y así poder ver libros como la referida Historia. Yo no recuerdo dónde, pero así conocí yo ese mismo libro, furtivamente. Sólo volví a verlo más de cuarenta años después. Pero nunca olvidé algunas de sus ilustraciones, sobre todo la de la cabeza de Ferrand en la punta de la bayoneta; quizá recuerdo más esa gráfica, porque algo así contaba papá de la matanza que llevó a cabo el ejército haitiano (1805) en la iglesia del Rosario, de Moca, nuestra parroquia.
Estando yo en el Seminario Mayor, todavía utilizaba libros prestados, aparte de algunos que me regalaba el primo Regino Martínez Bretón.
En cuanto a lectura, diré que no sé con seguridad los títulos de algunos de los libros en los que hice mis primeras lecturas (fuera de los de la escuela), pues los pocos que había en casa, carecían de tapas e incluso de algunas hojas. Deduzco que uno era El Mártir del Gólgota; otro, algo así como La Cruz y la Espada; después estaba el Drama de Jesús, del que nunca he olvidado las ilustraciones, de un tal Goiko. La Biblia que tuvimos después me parece que fue adquisición tardía.
De las dos primeras obras mencionadas, recuerdo la descripción de unas escenas a orillas de unas cuevas en el desierto, un lugar azotado por salteadores; y también un pequeño dibujo de un gigante destripando a un hombre tendido en el suelo. Poco después tendría yo acceso a una pequeña biblioteca de mi tío Apolinar Bretón, que vivía entonces en casa de mis abuelos paternos, al lado de mi casa. Por esos tiempos leí la vida de Santa María Goretti.
La biblioteca de San Pío X no era entonces la gran cosa, pues estaba empezando a marchar, pero para mí era impresionante. ¡Qué fascinante me parecía la enciclopedia Lo Sé Todo! Y otras obras más. Como estábamos en régimen de internado, había más tiempo para leer. Más tarde llegarían los libros de la pequeña biblioteca de Don Sabás Disla, padre de los sacerdotes Juan Evangelista y Pedro Vinicio, entre los que había algunos de Jaime Colson.
Sucedió muchos años después, que Mons. Jiménez dejó abandonados en San Pío X unos cuantos libros (entre ellos uno de mis libritos de poesía que yo le había regalado). En ese grupito de libros estaba el Album, publicado en el siglo XIX por el padre Gabriel Moreno del Christo. Por supuesto, me interesó muchísimo, pues quedan muy pocos ejemplares. Cuando alcancé a preguntar a su dueño si podía tomarlo, me dijo que cómo no. Volví al lugar, pero ya no estaba; la excesiva honradez me perjudicó. Hicimos zanjas buscando, incluso importuné hasta más no poder al Padre Domingo Collado, a ver si lo localizaban. Pero fue en vano. Luego me obsequiaría el Lic. José Chez Checo el libro que publicó sobre Moreno del Christo.
Circulaba un librito escrito por el Padre Vinicio Disla, titulado Papilín desapareció. Y por él supimos de ese seminarista que fue asesinado en prisión al final de la tiranía trujillista. Luis Ramón Peña era su nombre. En casa del primo Piro Bretón Sánchez, en uno de sus libros, titulado Los mayores enemigos de Trujillo, o algo así, hay un página dedicada a Papilín; aparece una foto de él, con sotana negra.
Ya siendo yo obispo de Baní me habló de dicho seminarista, Nestor Ortiz Franjul, oriundo de Baní, compañero de Seminario de Papilín. Le mencioné el cariño que le profesábamos desde el Seminario Menor, y él me dijo que conservaba su diario espiritual. Me mostré muy interesado en conocerlo, pero en eso supe la noticia de la muerte de Nestor, que siempre fue muy condescendiente conmigo. Gracias a la familia de Nestor y a las diligencias de Mons. Juan Severino, pude obtenerlo. Es una libreta pequeña (6 x 3 ½ pulgadas; 104 páginas, de las que faltan las dos hojas del centro y la final). Contiene apuntes espirituales que inician en septiembre del 1954 y terminan en enero del 1955. De su lectura se deduce que llevaba con mucha seriedad su vida espiritual y sobresale especialmente su gran devoción a Jesús Sacramentado y a la Santísima Virgen María. (Cf pág. siguiente).
En el Seminario Menor descubriría yo la fascinación por los diccionarios. El primer Larousse que compré me costó seis pesos; era forrado en tela, de color crema claro. Creo que todavía recuerdo hasta su olor.
Nadie pensaría que, andando el tiempo, llegaría yo a formar la biblioteca que gracias a Dios tengo, incluso con algún medio electrónico de este tiempo. Y de diccionarios mejor no hablo, para que Mons. Ozoria no se ría nuevamente de mí (encuentra que es muy elevado el número de los que tengo).
Para contar las cosas de este tiempo de Seminario, no hay que exagerar nada, pues la misma vida nuestra era demasiado pintoresca. Baste recordar algunos apodos empleados entre nosotros: Gallo Loco, Perlina, Chiligue, La Pincha, Mi Estimado, Maravilla, El Prolo, Manito, Tapalpomo, S. Martín de Porres, El Moro, El Mandurrio… Que me perdone el que era llamado Gallo Loco, pero no recuerdo su nombre, aunque sí recuerdo que un día lo pusieron a dirigir el Rosario en la capilla, se distrajo y, al terminar el quinto misterio dijo: “Sexto misterio… ¡Adió si ya no hay má!”. Esto fue suficiente para que todos nos echáramos a reír (para lo cual no necesitábamos mucho estímulo). Nos hacía gracia otro, de voz muy varonil, que al dirigir el Rosario repetía nítidamente, con mucha unción: “…bendito es el frusto de tu vientre, Jesús”.
En esa misma capilla estábamos una noche en que el Padre Moya nos daba una meditación. Se fue la luz, y el Padre continuó su exposición. Cuando volvió la luz, varios dormían profundamente. Quizá el más notable de los durmientes fue Dámaso, que era músico, de Dajabón o Loma de Cabrera. La frente le resplandecía y, si no me equivoco, un hilito de baba le salía de la boca. Sólo alcanzó a despertar cuando el Padre Moya dijo con voz potente: “¿Estamos seguros, Dámaso?”.
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