Seminarista

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La disciplina era algo notable en el Seminario. Yo llegué a tenerle un miedo tremendo al Padre Moya (y así se lo hice saber años des­pués). Me daba boches que yo compraba a buen precio, y que me hicieron cambiar. Era despistado y, sabiendo que no tenía dinero para el pasaje (diez o quince centa­vos), dejaba para último momento ir a pedirlo al Pa­dre Moya. Y el resultado es ya sabido.

En cuanto al silencio no tuve problema, pues yo me lo procuraba en mi propia casa: construía unas casitas con pencas de coco, con suelo de tierra amarilla, un poco alejadas de mi casa. Tendía un saco en el suelo y ahí pasaba mis ratos. Cande-lario Bretón (Papito), me proporcionaba paquetes de muñequitos o paquitos principalmente de vaqueros, pero venían también de Vidas Ejemplares (Santos). Así leí la vida de S. Fran-cisco de Asís; me impresio-nó el hecho de que le entregara la ropa que llevaba puesta a su Padre Bernar-done (muchos años después me diría un franciscano en Asís, que los actuales habitantes de este pueblo italiano son más seguidores de Ber-nardone que de su hijo).

En mi familia hay mucha devoción a San Francisco: Padre, madre, parientes… usaban permanentemente el cordón de S. Francisco bajo la ropa y en algunos días los escapularios.

Un dato de cultura es, que en uno de estos muñequitos aprendí, por ejemplo, que Eróstrato incendió el templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo, sólo porque deseaba ser recordado en la historia.

Otra cosa buena de San Pío X era la lectura de obras. Había lectura de libros espi-rituales. (Hubo un tiempo en que se leía muchísimo Triunfo, de Michel Quoist, y otros). Mientras comíamos se leía también algún libro de tipo más ligero, como relatos de viajes y experiencias de algún misionero (Flor de Loto…). Me tocaba leer con cierta frecuencia. (El Padre Moya me dijo un día que tanto yo como mi tío Apolinar leíamos bien. Por supuesto, estos elogios esti-mulan y no se olvidan).

Entre los libros de espiritualidad estaban La práctica de la oración mental, de Maumigny sj; Jesucristo, su obra y su doctrina, de La­buru sj. Había otro que ­llevaba por título Intimas (P. López Arroniz), libro de meditaciones espirituales.

Durante el fin de semana, llegué a pasarme tardes completas leyendo sin parar; nunca he abarcado mucho en la lectura, pues me gustaba saborear lo que leía. Una dificultad real en la lectura era el léxico: había demasia-das palabras desconocidas para mí. Por eso nos ense-ñaron a hacer unas listas de esas palabras, con su significado escrito al lado. Todavía andan por ahí listas de términos de obras de Antón Che-jov, de poesías de Amado Nervo, etc. Ese fue el tiempo en que leí Enriquillo, de Galván, Corazón, de Ed­mun­do de Amicis; Alegre, de Hugo Wast; La Hora 25, de Virgil Gheroghiu; El Príncipe Idiota, de Dosto­jewski; El Huerto de los Ce­rezos y otros cuentos de Chejov; Hamlet, de Shakes­peare; El Coraje de vivir y Cuerpos y Almas, de Ma­jence Van der Meersch, etc. Los mayores que yo leían mucho a Fulton Sheen (“El Eterno Galileo”…) y a Tiha­mer Toth (“El joven de ca­racter”…). Llegué a ver La guerra y la paz y los otros librotes de Leon Tolstoi, pero no pude con ellos.

Aparte de Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván, creo que no se mencionaban mucho las obras dominica­nas. No recuerdo a nadie que declamara una poesía domi­nicana, excepto El Pasa­porte, de Juan Antonio Alix, que supongo ya se la sabía Félix Martínez (Negro), cuan­do ingresó al semina­rio. Estuve dudando si fue entonces o fue después que escuché Ruinas, de Salomé Ureña. No debe olvidarse que la mayor parte de las poesías que aprendíamos eran de las que traía el libro de gramática, que era la de Editorial Luis Vives, de Es­paña.

La alimentación del semi­nario dependía mucho de los donativos de la gente (llega­mos a ser 135 bocas de jó­ve­nes voraces, más los Padres, maestrillos y el personal de apoyo. Era famosa la mari­finga, harina enriquecida a menudo con gorgojos y al­gún otro habitante de la mis­ma. También fue famoso el queso de la Alianza para el progreso, y la leche en polvo de la misma procedencia. (En un campamento en La Ventana, de S. José de las Matas, me tocó preparar de esta leche para el desayuno: se podía comer con la mano, de tan empelotada que me quedó). Creo que especialmente la marifinga merece un homenaje, pues ayudó a definir la vocación de mu­chos: o te la comes, o te vas.

 

Con quien no le fue bien al Padre Moya fue con Fre­ddy Cruz, mi colega de Licey. El Padre le hizo comer piña (esto, la piña es sabrosísima…). Freddy la comió, y enseguida comenzó a llenársele el cuerpo de pelotas, porque era alérgico. Hubo que llevarlo corriendo al médico.

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