El Cardenal Van Thuan: Su testimonio evangélico en las prisiones vietnamitas

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La ya clásica afirmación del Papa Pablo VI de que “el mundo necesita más de testigos que de maestros” cobra renovada vigencia cada vez que nos acercamos a la vida resplandeciente de aque­llos coherentes se­guidores del Evangelio que afrontando las más dolorosas y difíciles circunstancias mantuvieron incólumes su fe y su esperanza cristiana soportando con admirable entereza las diversas manifestaciones de la intolerancia, el fundamentalismo ideológico y la arbitrariedad del poder.

Otro gran testimonio de reciedumbre evangélica durante el pasado siglo es el que nos legara el Cardenal Vietnamita François Xavier Nguyen Van Thuan (1928-2002). Primero de ocho hermanos, y sobrino del primer Presidente de Vietnam del Sur, se ordenó sacerdote en 1953, desarrollando una intensa y fecunda labor apostólica en su país natal, especialmente en la formación de sacerdotes, siendo nombrado obispo de la Diócesis de Nha Trang, en la parte cos­tera y Arzobispo Co­adjutor de la Diócesis de Saigón.

Su país natal fue uno de los escenarios más sangrientos de la guerra fría. Después de un atroz enfrentamiento quedó dividido en dos bandos irreconci­liables y apenas trans­currida una semana de ser nombrado Arzo­bispo, Saigón era ocupada por las fuerzas comunistas quienes se opusieron a su desig­nación y le llevan a prisión el 15 de agosto de 1975.

A partir de enton­ces, y durante trece años, vivió todos los vejámenes y rigores de la cautividad. Fue prisionero en la cárcel temible de Phu Khanh y el campo de reeducación de Vinh Phu, en Vietnam del Norte, en Giang Xa y en Hanoi. Aunque formalmente terminó su prisión el 28 de noviembre de 1988 no le fue permitido tomar posesión de su Diócesis por lo que la Santa Sede le desig­-nó para servir como Se­cretario General del Pontificio Consejo para la Justicia y la Paz.

Como testimonio de su gran hondura espiritual y talante apostólico legó a la Iglesia valiosos escritos donde se recogen reflexiones admirables, siendo las más resonante las contenidas en los ejercicios espirituales que, invitado por el Papa Juan Pablo II, predicó a toda la Curia Romana durante la Cuaresma del año 2000.

Conmueve su invi­tación a tener presente la verdad esencial de que sólo Dios perma­nece y nos basta. Su testimonio sobrecoge por su hondura y sencillez: “cuando estaba en la cárcel, a veces viví momentos de desesperación, de rebelión, preguntándome por qué Dios me había abandonado si yo ha­bía consagrado mi vida sólo a su servicio, para construir iglesias, escuelas e instalacio­nes pastorales, dirigir vocaciones, atender a movimientos y expe­riencias espirituales, promover el diálogo con las otras religio­nes, ayudar a recons­truir un país después de la guerra, etc. Me preguntaba por qué Dios se había olvidado de mí y de todas las obras que había emprendido en su nombre. A me­nudo me costaba dor­mirme y me sentía an­gustiado. Una noche oí dentro de mí una voz que me decía” Todas esas cosas son obras de Dios, pero no son Dios”. Tenía que elegir a Dios y no sus obras. Quizá un día, si Dios quería, podría retomarlas, pero tenía que dejarle a Él que eligie­ra, cosa que haría me­jor que yo”.

“…Todo es relativo, todo pasa. Por esta razón quise escribir en mi anillo pastoral “To­do pasa”. Sólo Dios permanece y sólo Él basta. No lo olvidemos nunca. Lo esencial sólo se puede perder con el pecado, y si nos esfor­zamos por ser fieles lo guardaremos en el corazón, y eso nos dará la alegría de volver a empezar cada día con nuevas ilusiones y nue­vo entusiasmo”. (cf. “El gozo de la esperanza. Editorial Ciudad Nueva, Madrid, 2004. Págs. 64 y 65).

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