¿De qué amor se trata?

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Aquí no hay rebaja: o se ama como el Maestro o no se ama de verdad

Tanto la segunda lectura como el Evangelio de este do­mingo nos hablan de lo nuevo que suscita la experiencia pascual. Dos expresiones de la lectura del Apocalipsis nos ponen a pensar en esta nove­dad: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva… Mira, hago nue­vas todas las cosas”. En el Evangelio lo nuevo es el mandamiento que Jesús da a sus discípulos como último testamento: amar como él nos ha amado. En adelante esa será su identificación, su carta de presentación.

Un cielo nuevo y una tierra nueva exigen una nueva forma de vida por parte de nosotros. Las estructuras solo dejan ver lo nuevo que se suscita en ellas a través de las personas que encarnan esa novedad. La nue­va forma de vivir y amar los seguidores de Jesús es el testimonio de que un cielo nuevo y una tierra nueva van ocupando el lugar de lo anterior. Lo nue­vo aquí no es el amor en sí mismo –ya eso se había pedido antes–, sino la forma de amar: debe ser al estilo de Jesús.

Se trata de un amor que va más allá del sentimiento, es un amor activo. Es cierto que comienza por sentir la miseria ajena (recordemos que con frecuencia se nos dice en los evangelios que a Jesús se le conmovieron las entrañas), pero no se queda en la conmoción, sino que pasa a la acción. La dimensión ética del amor cristiano es ineludible. El amor ágape (amor generoso, desinteresado) es la mejor respuesta al amor que el Maestro ha vivido en su propia vida. Y el discípulo está llamado a amar “como yo mismo les he ama­do”. Aquí no hay rebaja: o se ama como el Maestro o no se ama de verdad.

Lo nuevo del amor que propone Jesús comienza por la misma palabra griega que los escritores neotestamentarios prefieren para referirse a él. Acudieron a un término que era inusual en la época. Para entonces era más frecuente la utilización de éros, storgé o filía para expresar el vocablo amor; los cristianos prefirieron ágape, un sustantivo cuyo uso fuera de la Biblia solo parece estar presente en el uso egipcio del griego común. Tal vez fuera utilizado para referirse al amor materno, cuyo matiz principal sería “acariciar”.

Cuando se elaboró la versión griega de la Biblia hebrea (la llamada los Setenta) precisamente en Egipto (Alejan­dría) se eligió ágape para de­signar el amor al prójimo exi­gido por Dios. Y cuando el autor de la Primera Carta de Juan se refiere a la identidad de Dios diciendo: “Dios es amor”, el vocablo que prefiere utilizar este.

La pregunta que surge de todo esto, y que se la plantea José Gómez Caffarena en su hermoso libro de filosofía de la religión titulado El Enigma y el Misterio, es la siguiente: por qué no se utilizó uno de los tantos otros vocablos que ofre­cía el amplio léxico griego para expresar el amor. La res­puesta que da este mismo autor es que tal vez los autores bíblicos quisieron destacar con él la generosidad, el amor desinte­resado que querían inculcar. Sin duda el término que mejor se ajustaba a sus objetivos era ágape.

Repitámoslo. Lo nuevo del mandamiento de Jesús co­mienza por el mismo vocablo que se utiliza para hablar del amor que él espera que sus seguidores vivan. Se trata de un amor gratuito, sin motivo. Un amor que se ofrece “porque sí”. Es lo que los místicos han venido a llamar “puro amor”.

Así como el amor de Dios no tiene causa alguna, más que la necesidad humana, lo mis­mo el amor que los cristianos deben manifestarse entre ellos debe ser despertado por la ne­cesidad del otro, no por la bús­queda de uno mismo. En eso estaría la diferencia entre éros y ágape.

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