Padre Jimmy Drabczak
Entre ángeles, hijos y misericordia
El Adviento no es sólo una preparación cronológica para la Navidad; es un camino espiritual que educa el corazón del creyente para esperar, convertirnos, alegrarnos y acoger al Señor que viene.
En este tiempo santo, la Iglesia nos recuerda una verdad profundamente consoladora: El cielo se acerca. Dios no permanece lejano ni indiferente, sino que entra en nuestra historia, y lo hace acompañado por sus mensajeros, los ángeles, para conducirnos a una relación nueva: la de hijos.
Desde el inicio de la historia de la salvación, los ángeles aparecen como anunciadores y custodios del plan de Dios. En el Adviento su presencia se hace especialmente visible: el ángel anuncia, prepara el corazón humano y custodia el misterio. El cielo comienza a tocar la tierra cuando Dios habla, y muchas veces lo hace a través de sus mensajeros. Por eso el Adviento no es solo espera humana, sino iniciativa divina.
En el centro de este camino se alza la figura de Juan Bautista, el profeta que prepara el camino del Señor. Sin embargo, Jesús pronuncia una afirmación sorprendente: “El más pequeño en el Reino de los cielos es más grande que Juan Bautista”. No se trata de una comparación de méritos, sino de una revelación de gracia. Juan anuncia desde la promesa; nosotros vivimos después de su cumplimiento. En Cristo no somos solo creyentes que esperan, sino hijos de Dios por adopción.
Aquí nace la alegría del III Domingo de Adviento, Gaudete. No es una alegría superficial, sino paz en medio de la tormenta. Es la certeza de que Dios ya actúa y está cerca: en los sacramentos que nos sostienen, en la oración confiada y en la vida compartida de la comunidad. Los ángeles anuncian; Dios se queda, y esta presencia transforma nuestra manera de vivir y de esperar.
La segunda gran certeza del Adviento es que la justicia de Dios tiene un solo nombre: misericordia. El Evangelio no nos presenta a un juez severo, sino a un Padre. Así como entre padres e hijos la corrección no destruye el amor, sino que lo purifica, así actúa Dios con nosotros. Somos hijos, no esclavos; por eso el Adviento se vive con confianza filial.
El camino culmina en el IV Domingo de Adviento, cuando ya no basta esperar ni prepararse: llega el momento de acoger. Los ángeles anuncian; María responde con su “Hágase”. En ella vemos la fe que confía y el corazón que permite a Dios entrar en la historia. También José, en su
silencio obediente, acoge y protege el misterio.
En las tradiciones populares, esta fe se hace vida. Las mañanitas y las posadas expresan una fe vigilante y en camino: levantarse para orar, caminar de casa en casa, cantar y compartir, es proclamar que Dios se acerca a su pueblo y que la fe no se encierra, sino que se comparte.
Así comprendemos que la Navidad sucede donde hay un corazón disponible. El cielo se acerca cuando el ser humano dice “sí”, cuando una comunidad ora, camina y comparte. Entre ángeles, hijos y misericordia, el Adviento nos enseña que Dios ya está con nosotros y que en cada gesto de fe se abre un espacio donde puede nacer, una vez más, el Señor.




