Entrega No. 11
Otro deporte favorito era deslizarnos por las laderas en yaguasiles (yaguiques, dicen por el Este, cubierta del racimo tierno de la palma real). Para nosotros era como un viaje espacial. Si la ladera estaba cubierta con un poco de hojas era menor la fricción y mayor la velocidad. Era algo increíble. Pero era difícil que no sufriera el pantalón, y la pagaba doblemente el fundillo, pues la pela era segura.
A propósito de pela (o zurra), diré que eran abundantes. En esos tiempos te calentaban las canillas y las posaderas por cualquier cosa. A alguna de mis hermanas le caía mal que si mi madre me ofrecía una pela (era siempre ella), yo le dijera que me la diera pronto, “para salir de eso”. Por supuesto, mi madre no olvidaba. Hasta he oído que algunas pelas eran injustas, pero yo no pienso en eso. Pienso más bien en lo tremendo que era yo; una más, una menos… Un día me mandó mi madre a buscar unos guineos (bananos) que le ofreció José García (El Prietico). Llegué a la casa de éste, y la esposa, Juana, me dijo que no estaba, que lo esperara. Mientras tanto, las hijas (Telma y otra cuyo nombre no recuerdo) estaban haciendo un cocinao. Habían preparado una cocinita en el patio y estaban cocinando en pailas de juguete berenjenas con carne. Con el olor bastaba; no había que rogarme que me quedara.
A las tantas llegué a mi casa, no recuerdo si con guineos o sin ellos. Como había visita, mi madre solo me hizo con la mano la señal de “lo tuyo viene”. Y así fue. Tan pronto se fue la visita, me entró a correazos en el aposento, mientras las hermanas acechaban para verme saltar tratando de esquivar algún golpe. Alguna de ellas goza recordando que a veces hacían ellas alguna travesura, y la pela me la daban a mí. Así era yo de dichoso.
Cuando éramos pequeños, jugábamos a cocinar; las hembras cocinaban y los varones atendíamos el colmado (la pulpería). No faltaba nada: sal (piedrecitas), azúcar (arena), aceitunas (frutos de violeta), etc. Por supuesto, había papel moneda para pagar: hojas de árboles. La comida siempre quedaba sabrosa.
Yo hasta jugué a ser sastre de las muñecas de mis hermanas (profesión que luego me fue útil –incluso en el Seminario– para coser las medias rotas, metiendo dentro un bombillo, una bombilla; no había nada mejor para coserlas). Creo que esa profesión se ha visto reducida a pegar botones y a algún zurcido más o menos urgente, lo cual he tenido que hacer yo mismo casi toda la vida.
Ya más grandecito, jugué a celebrar Misa; como mi madre vestía siempre de luto, fue fácil encontrar una sotana negra… Para los demás ornamentos no observaba muy bien las rúbricas. Lo cierto es que colocaba a los fieles (hermanas y hermanos) y al monaguillo, mi primo Dominguito (Domingo Bretón Lara), siempre a mis espaldas (¡no había Vaticano II todavía!); esto servía bien a mis propósitos de comerme la mayor parte de las hostias, que no eran más que rodajas de plátano maduro. ¡La inocencia es muy creativa! (Pero también hay que decir: Dios tiene sus caminos…).
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