“Ni pasarela ni alfombra roja” 

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A veces uno se pregunta si algunos fieles —y hasta ministros— confunden la procesión de entrada con la gala de los Premios Soberano. Falta solo la música de fondo y el locutor anunciando: “Y ahora, con sotana nueva, llega nuestro celebrante principal…”

Pero no, no es una pasarela. La procesión de entrada es el primer signo visible de que Cristo mismo viene al encuentro de su pueblo. El sacerdote —no en nombre propio, sino en persona de Cristo Cabeza— camina hacia el altar, no para posar, sino para presidir el misterio del sacrificio.

La Instrucción General del Misal Romano lo dice clarito: la procesión tiene por finalidad introducirnos en el misterio y disponernos al culto. Es un signo sagrado, no una sesión de selfies. Por eso, cuando uno ve a ministros saludando al público, lanzando besitos o deteniéndose a saludar como si fueran candidatos en campaña, uno se pregunta si entendieron a dónde van: al Calvario sacramental, no al Congreso.

San Juan Crisóstomo, que de liturgia sabía más que nosotros, decía que “cuando el sacerdote se acerca al altar, todo el cielo se conmueve”. Imagínate eso: el cielo entero de pie… y nosotros distraídos con el flash del celular.

Y sí, lo admitimos: la tentación de figurar es humana. Pero ahí entra el antídoto del monje San Bernardo, que decía: “Busca ser útil, no ser visto.” Cada paso en esa procesión debería recordarnos que vamos hacia Cristo, no hacia los aplausos.Así que para esta semana, cuando veas entrar al sacerdote, guarda el teléfono, deja los saludos para el final, y di en silencio: “Bendito el que viene en nombre del Señor.” Porque de eso se trata: de dejar que Cristo, y no nosotros, sea el protagonista.