Misa de la Epifanía del Señor

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Isaías 60,1-6; Efesios 3,2-3a.5-6; Mateo 2,1-12.

“¡Levántate y resplandece, Jerusalén, porque llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti!” (Is 60,1). Sería muy bueno si estas palabras del profeta Isaías, dirigidas a la ciudad de Jerusalén, pudieran reflejar nuestra Iglesia o incluso la vida de cada uno de nosotros. Sería muy bueno si las tinieblas que envuelven la tierra y las nubes oscuras que cubren a los pueblos no nos alcanzaran. Sin embargo, tanto nuestra Iglesia como la vida de cada uno de nosotros son tocadas por tinieblas y nubes oscuras. ¿Quién de nosotros tiene todo claro en su vida? ¿Quién de nosotros no se siente muchas veces desorientado, perdido, sin rumbo? Incluso dentro de cada uno de nosotros hay áreas oscuras, desconocidas, sobre las cuales sentimos miedo de acercarnos.

Dios es Luz, y en Él no hay ninguna tiniebla” (1Jn 1,5), pero eso no significa que podamos verlo de manera clara y evidente. Muy al contrario, cuántas veces sentimos, como el salmista, que Dios nos esconde su rostro. “Yo decía tranquilo:Nada, jamás, me hará tropezar’. Señor, tu favor me firmará sobre fuertes montañas; pero escondiste tu rostro y quedé perturbado” (Sal 30,7-8). ¿Quién de nosotros, ante una enfermedad, una tragedia, una pérdida, no se siente perturbado y no se siente perdido en la oscuridad? En esos momentos, necesitamos suplicar, como el salmista: “Envía tu luz y tu verdad: ellas me guiarán” (Sal 43,3).

La respuesta a esta súplica está en la persona de Jesucristo, quien declaró: “Yo soy la luz del mundo. El que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Jesús no dijo que Él es la luz de la Iglesia, de este o aquel grupo de personas “iluminadas”, sino que Él es la luz del mundo. Nació como “salvador del mundo” (Jn 4,42). La luz de la verdad del Evangelio debe llegar a todo lugar y a toda persona que aún se encuentra en las tinieblas del error o bajo las nubes oscuras de la desorientación. Y aquí entra la responsabilidad de cada uno de nosotros: “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,14). Las personas que conviven con nosotros deben ver en nosotros las actitudes de Jesús. Nuestra vida debe ser un Evangelio para los demás, especialmente para aquellos que necesitan ver algo de luz en sus vidas.

Los magos del Oriente, representando a los pueblos paganos, fueron atraídos hacia Jesús por medio de una estrella. De la misma manera, nuestra presencia entre las personas debe hacer que se sientan atraídas hacia Jesús. El gran peligro aquí es que nosotros, cristianos, vivamos nuestro día a día como paganos, como personas mundanas, adoptando prácticas y costumbres que debilitan la luz del Evangelio en nosotros. ¿Cómo puedo atraer a las personas hacia Jesús si yo mismo no cultivo diariamente mi vínculo con Él? ¿Cómo puedo ser un evangelio vivo para los demás si mi forma de manejar el dinero, mis afectos, mi libertad y sexualidad, mis problemas, sufrimientos y dificultades, no se diferencia de la de una persona pagana, que no cree ni en Dios, ni en su Hijo Jesucristo?

Levántate, resplandece… caminarán los pueblos a tu luz” (Is 60,1.3). A pesar de vivir en una sociedad que entiende que la religión es un asunto privado y particular, necesitamos levantarnos, posicionarnos ante las personas, los asuntos y los acontecimientos y encender las luces, es decir, ayudar a que las personas vean la realidad a partir de la verdad de Dios que es Dios. Hay personas a nuestro alrededor que necesitan de nuestra luz, para poder caminar, para reencontrar dirección, rumbo, sentido para su propia vida. Si estamos donde estamos no es por casualidad, sino para que allí seamos la presencia del Evangelio para las personas con las que convivimos.

Hoy nuestras rodillas se doblan ante el Padre, agradeciéndole por el nacimiento de Su Hijo, manifestación de Su amor por el ser humano y de Su deseo de salvarlo. Agradecemos cada estrella que el Padre hace brillar en el cielo oscuro de la humanidad, provocando a cada ser humano a salir de la oscuridad en la que se encuentra y a hacer un camino de liberación, de madurez, de sanación, dejándose iluminar, guiar y sanar por Aquel que es el Camino, la respuesta a la pregunta más profunda que el ser humano tiene sobre la felicidad, la paz y el sentido para su vida.

Ante Jesús, el verdadero regalo de Dios para la humanidad, los magos “abrieron sus cofres y le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra” (Mt 2,11).

El oro indica la santidad, la belleza y la perfección incorruptible de Dios (Éx 25-27) y por eso se convierte también en símbolo de su gloria y majestuosidad, así como de su reino (Ap 21,21). En la creación, testifica su poder y su providencia presentes en la tierra (Gn 2, 11-12) y es el lugar de “purificación” de la fe (1 P 1,7).

El incienso es símbolo de la oración que asciende a Dios (Ap 5,8) y que obra la santificación y purificación del hombre, quien así puede acercarse a lo divino sin temor a morir (Éx 30, 7-8), hasta llegar a poder ofrecerse totalmente a Él y su propia vida como sacrificio espiritual (Lv 16, 12-13).

La mirra es símbolo del vínculo de amor conyugal, utilizada para realzar la belleza del amado y la amada (Ct 4,6; 5,1), que en la relación íntima entre el hombre y Dios se convierte en cuidado y sanación (Ct 1,13; 5,5), consagrando al hombre a Dios al reconocer que su vida depende de Él (Éx 30, 23-25), llegando incluso a un amor que se entrega hasta la muerte (Mt 15,23).

Por lo tanto, son tres símbolos muy densos que revelan, en conjunto, que la divinidad que se manifiesta en Cristo quiere y desea profundamente un vínculo de amor con el hombre, casi a la par, no el Dios que está arriba, lejos en los cielos, y de quien el hombre siente temor y sabe que acercarse a Él puede producir su propia muerte. Se muestra, en cambio, un Dios que ofrece una unidad al hombre como si estuvieran “casados”, tanto que se percibe la posibilidad de un don total y recíproco entre uno y otro. Un Dios que nos comparte más allá de lo que vemos y esperamos, que no retiene nada para sí y regala al hombre todo su ser, hasta el final, tan estable y confiable que ni siquiera la muerte podrá sobrepasar su amor.

¿Demasiado bello para ser cierto?

No, porque todo cristiano es invitado a ofrecer hoy a la Iglesia y a la sociedad humana su oro, su incienso y su mirra: los mismos dones de los Reyes Magos, los mismos dones que Dios ofrece a la humanidad para hacernos semejantes a Él.

¡Si, es demasiado bello, porque es cierto!