En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo: “Está claro que Dios no hace distinciones; acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los israelitas, anunciando la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos. Conocéis lo que sucedió en el país de los judíos, cuando Juan predicaba el bautismo, aunque la cosa empezó en Galilea. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él.” (Hechos de los apóstoles 10, 34-38)
Un texto tomado del libro de Hechos de los Apóstoles. En él destaca Pedro. En esta ocasión nos lo encontramos en plena faena evangelizadora, compartiendo su experiencia del evangelio, la buena noticia de Dios que es Jesús.
Estamos en el contexto de la visita de Pedro a Cornelio, un centurión romano, y su familia, que viven en Cesarea Marítima, en la costa mediterránea. Es un encuentro de alto contenido espiritual y litúrgico. Paganos y judíos reunidos bajo un mismo techo gracias a la intervención del Espírirtu Santo. Se reúnen para escuchar lo que el Señor tiene que decir a través del apóstol. Aquí el verbo escuchar es clave, nada de querer saber o enterarse por curiosidad; más bien se trata de abrir el corazón a las palabras que el otro pronuncia. Escuchar es dejarse afectar por el mensaje que se recibe sin importar la condición particular. “Dios no hace distinción de persona”. El único requisito es estar dispuesto a la escucha. Esto Pedro lo corrobora en el auditorio que tiene frente a sí, es una asamblea compuesta por judíos convertidos a la fe cristiana y por gentiles, posiblemente temerosos de Dios.
Recordemos que antes de esta escena Pedro ha tenido la visión del lienzo con alimentos de todo tipo, incluso los considerados impuros por los judíos. En dicha visión a Pedro se le dijo que nada de lo que veía allí era impuro. Gracias a esa visión el primero de los apóstoles ha comprendido que nadie es impuro ante Dios, ya sea judío o gentil.
Las personas son gratas a Dios, no por su procedencia o linaje, sino por la práctica de la justicia; esto es, por su disponibilidad para hacer el bien; por su modo de obrar. Cuando Dios ofrece la salvación no se fija en lo que solemos fijarnos nosotros. Ante él no tiene valor la raza, la nación, el linaje o la confesión religiosa, ni siquiera la obra en sí misma, sino el corazón de quien obra. El camino de la salvación pasa por el corazón de las personas.
En este párrafo, de la predicación de Pedro aparecen los elementos esenciales de la primera predicación cristiana (kerygma): anuncia a Jesús, su actividad, su muerte, su resurrección. Sobre todo destacan dos elementos de la vida pública de Jesús narrada en los evangelios: “ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo” (recuerda el momento de su bautismo) y “pasó haciendo el bien”. Una cosa lleva a la otra. Quien ha sido ungido por el Espíritu Santo en el momento de su bautismo queda comprometido con el bien porque Dios está con él. Fue lo que pasó con Jesús. Y quien es consciente de esa presencia divina en él no puede más que hacer el bien a los demás; esto es, actuar como Dios actúa. Jesús pasó haciendo el bien porque Dios estaba con él. No fue un asunto de voluntarismo, sino de obediencia a la acción de Dios en él. Lo mismo nosotros, si confesamos que Dios está con nosotros, esa confesión de fe debe verificarse en el bien que sembramos diariamente. Porque hacer el bien es una posibilidad cotidiana, nuestra vida bautismal no se debe restringir sólo a los domingos, cuando vamos a celebrar nuestra fe a la iglesia, sino cada día de la semana, en los afanes cotidianos.
Esa referencia al bien recuerda el momento de la creación. Hacer el bien es alinearse con el querer de Dios expuesto en las primeras páginas de la Biblia. Al terminar cada día de la creación el texto nos dice que Dios vio lo que había hecho y vio que era bueno. Por consiguiente, hacer el bien significa ajustarse al proyecto creador de Dios. Fue precisamente lo que hizo Jesús, quien iba por todas partes “curando a los oprimidos por el diablo”.
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✔PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA
¿Qué define a un cristiano?
Manuel Pablo Maza Miquel, S.J. mmaza@belenjesuit.org
Según los Hechos de los Apóstoles “fue en Antioquía donde los discípulos por primera vez recibieron el nombre de cristianos” (Hechos 11. 26). Una de las convicciones fundamentales de la primera comunidad fue ésta: Jesús de Nazaret es el Cristo, es decir, el Mesías, aquél en quien se cumplen todas las promesas de Dios a su pueblo; el que realiza su proyecto de salvación.
Los jóvenes que son confirmados saben que, en Israel, se confirmaban todas las formas de liderazgo ungiendo con aceite. Llamar a Jesús el Cristo era reconocer que sobre Él reposa la unción del Espíritu Santo para una misión de salvación que realizaría el proyecto de Dios sobre su pueblo y sobre todos los pueblos.
Hablar de salvación implica dos dimensiones: primero es destruir la maldad que esclaviza e impide a Israel realizar su vocación más profunda y segundo, salvar quiere decir ofrecer gratuitamente una oportunidad de libertad para construir la felicidad. Todo el que es confirmado está llamado a una doble misión: luchar contra la maldad que daña la vida humana y trabajar por construir la fraternidad que la realiza.
Por ejemplo, cuando Ezequiel anuncia en nombre del Señor que destruirá la maldad del pueblo, afirma: “Entonces los rociaré con agua limpia y quedarán limpios; de todas sus inmundicias y de todos sus ídolos los limpiaré” (Ezequiel 36, 25). Y cuando anuncia la transformación radical que lleva a cabo la salvación del Señor, enseña: “Además, les daré un corazón nuevo y pondré un espíritu nuevo dentro de ustedes; quitaré de su carne el corazón de piedra y les daré un corazón de carne.” (Ezequiel 36, 26).
Jesús rechazó la maldad tan radicalmente en su vida que se atrevió a preguntar: “¿Quién de ustedes encontrará falsedad en mí? (Juan 8,46). Y Jesús estaba tan persuadido del objetivo positivo de su misión, que el evangelista Juan lo presenta así: “he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia” (Juan 10,10).
Confesar a Jesús como el Cristo de Dios exige luchar contra la maldad y los ídolos que destruyen actualmente a la humanidad: la ambición del dinero, de poder, la búsqueda irresponsable del placer y el egoísmo asesino. Igualmente, creer en Cristo es dejar atrás el corazón de piedra, la indiferencia ante los males actuales y responder con un corazón de carne.